En la cultura popular no hay más que elogios para el
Renacimiento. Que rescató a Europa del oscurantismo medieval (lo que es falso),
que se redescubrieron las obras de los filósofos griegos y romanos (lo que es
cierto), que genios de todas las artes nacieron y brillaron, y suma y sigue.
No olvidemos sin embargo una amplia zona de sombras. El
desenfrenado individualismo, producto de la ambición y el afán de desarrollar
al máximo las potencialidades se tradujo principalmente en las clases altas en
una pérdida total de principios morales (léase a Maquiavelo).Aquello de “el fin
justifica los medios” era norma aceptada y aplicada diariamente.
Esto, que era verdad en toda Europa, alcanzaba su máximo
nivel en la maraña de estados que se desarrollaban, luchaban, se aliaban y se
traicionaban sin interrupción en la península itálica.
La moral individual seguía los pasos de la deshonestidad
política. Roma iba a la cabeza, con el vicio, la corrupción y el lujo
desenfrenado del alto clero, encabezado por
el infame papa Alejandro VI Borgia y sus incalificables hijos.
Florencia, la ciudad comerciante, reverenciaba a su moneda,
el florín, la flor maldita como la condenaba Dante, y su clase media y alta se
hundía en la ostentación y la frivolidad.
Preocupados por esto, a sus gobernantes, la familia Médicis,
les pareció apropiado convocar para los sermones de cuaresma de 1491 a un fraile dominico de reconocida
elocuencia, fray Girolamo Savonarola, endeble, enfermizo, de pecho hundido,
nariz aguileña, grandes ojos negros chispeantes coronados de gruesas pestañas
rojizas. Además, fanático, vociferante, de lengua mordaz y atrevida, a quien
algunos historiadores consideran un paranoico, un epiléptico, un sermoneador
imbécil, pero lleno de astucia.
El resultado de sus sermones fue fulminante, y los Médicis
se encontraron con que la cosa se les había ido de las manos.
De inmediato, atribuyéndose visiones sagradas e inspiración
divina, el predicador comenzó condenando la corrupción de la Iglesia (con
bastante razón). “Este sacerdote se acuesta con su concubina, el otro con un
muchacho, y por la mañana van a decir misa…Los prelados se pavonean con capas
de anchas orlas, bendicen con manos enjoyadas y exigen que se los trate de
Maestro” Pero el castigo estaba próximo: “ La Iglesia, la Sodoma, la Gomorra,
será purificada y renovada; esta misma noche yo mismo he visto en el cielo una
espada llameante; el fuego, la guerra, el hambre, la peste, se han derramado
sobre los hombres” (y así había ocurrido, realmente).
Esto, por supuesto, no agradó en absoluto a Roma, pero el Papa
aguantó la furia por motivos políticos.
De allí pasó el fraile, ya lanzado y con creciente éxito de
oyentes, a fustigar las costumbres de sus conciudadanos. Aprovechando que, por
intrincados motivos a los que Savonarola no fue ajeno, la familia Médicis
perdió su poder y fue expulsada de Florencia, con el apoyo del rey de Francia
el fraile asumió la dirección de la ciudad y convirtió su púlpito en una
tribuna de moral. Evidentemente el lujo y la corrupción reinaban en Florencia,
lo mismo que en el resto de Italia, pero Savonarola atacó las costumbres de la
ciudad con una furia reformista nunca vista. El régimen se convirtió en
teocracia (actualmente vemos lo mismo en los países islámicos, con talibanes y
ayatollas dementes). Todo lo que no respirara piedad fue fustigado desde el
púlpito y eliminado.
La elocuencia de Savonarola era apocalíptica y prendía
fuertemente. Un asistente que tomaba
notas de los sermones escribió: “aquí me ahogué en lágrimas y me fue imposible
continuar”. Otro día, asaltados por un escalofrío de espanto, los oyentes se
pusieron a correr por las calles como locos.
Como ahora estaba
en el poder, persiguió ferozmente a los homosexuales, las bebidas alcohólicas,
el juego, la ropa indecente y los cosméticos. El jugador sorprendido era
torturado, al blasfemo se le perforaba la lengua. Los niños eran sus espías y
sus agentes de policía. Savonarola
ordenó buscar por la ciudad cualquier cosa que permitiera la vanidad o el
pecado como tablas de juego, libros que trataban temas sexuales, peinetas,
espejos, perfumes y ropa indecente que fueron confiscados y echados a la
llamada "hoguera de las vanidades", un inmensa hoguera que ardía en
la plaza principal de la ciudad.
Ante estos excesos,
se fue formando un grupo contrario al gobierno de Savonarola, llamado los arrabbiati
o los enojados. Los franciscanos fueron los mayores opositores a
Savonarola, pues con sus predicaciones en la Iglesia de los dominicos, la
iglesia franciscana de la Santa Cruz de Florencia perdía adeptos y se quedaba
vacía.
Como las
invectivas contra Roma arreciaban, el Papa trató inútilmente de contemporizar,
luego prohibió predicar a Savonarola, cosa que éste ignoró, hasta que excomulgó
al fraile, lo que también fue desobedecido. Finalmente Savonarola cometió un
error fatal: reclamó que se convocara a un concilio para deponer al Papa. Esta
palabra, concilio, es la única que aterroriza a los papas, ya que el concilio
tiene poder para destituir al Sumo Pontífice.
Finalmente,
Alejandro reaccionó fulminando la interdicción contra Florencia: iglesias
clausuradas, no más sacramentos, prohibidos los entierros en tierra consagrada,
la certidumbre del infierno para quienes fallecieran, por falta de confesión y,
sobre todo, prohibición de comercio con la ciudad interdicta, o sea la ruina.
Como suele
suceder, cambió el viento y quienes no congeniaban con Savonarola comenzaron a
hacerse oír. Recordando que un día el fraile en uno de sus excesos verbales
había ofrecido probar la verdad de sus predicciones pasando por el fuego un
franciscano le tomó la palabra y dijo que estaba dispuesto a sufrir la prueba
del fuego con Savonarola. Éste no se mostró muy entusiasmado con la idea, pero
algunos de sus adeptos se ofrecieron para ocupar su lugar.
Savonarola se
puso reticente y puso condiciones: que todos los embajadores de todos los
príncipes cristianos estuvieran presentes… exigencia que se prestó a las burlas
de sus contrarios.
El concejo de
Florencia fijó finalmente el día para la prueba: un dominico (que finalmente
reemplazó a Savonarola) y un fraile franciscano deberían pasar por el fuego.
Dos hogueras
rociadas de aceite y de resina y separadas de tal modo que permitieran el paso
de un hombre se levantaron en medio de la plaza. Ninguno de los protagonistas
estaba demasiado entusiasmado. Empezaron las discusiones: como los hábitos de
los campeones podían estar encantados éstos fueron desnudados y se los volvió a
vestir. Luego el dominico declaró que sólo entraría en el fuego con un
crucifijo en la mano. ¡Profanación!, gritaron los franciscanos. Cedió el
representante de Savonarola, renunció al crucifijo, pero quiso llevar con él el
Santísimo Sacramento. ¡Profanación más horrible aún! En estas discusiones
pasaban las horas, llovía copiosamente y era claro que ninguno de los
contendientes tenía intención de sufrir la famosa prueba. La muchedumbre se fue
dispersando entre invectivas contra Savonarola, quien llevó el peso del
descrédito.
Ya la suerte
estaba echada; al día siguiente los enemigos de Savonarola, que se habían
envalentonado, organizaron un motín y prendieron al fraile, acusándolo entre
otras muchas cosas de desobedecer la excomunión papal.
Una vez cautivo,
la justicia de la época siguió su curso habitual: torturas, confesiones de
cualquier cosa y condena: enemigo de la Santa Sede, hereje y cismático. Librado
al brazo secular, o sea a la hoguera, fue quemado con dos de sus cofrades el 23
de mayo de 1498. El Papa levantó inmediatamente la interdicción a Florencia,
felicitó a sus magistrados, concedió un donativo especial, indulgencias y todas
sus bendiciones.
Y este fue el fin
de una dulce historia. Observarán que, en contra de mi costumbre, no intercalé
ninguna nota de humor. Por de pronto, el tema no se prestaba, o tal vez no
estaba en vena. Veremos a mediados de marzo. Hasta entonces.
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