Luis el Grande, el Rey Sol, me deja sembradas algunas
dudas. Dijo, seguramente sacando pecho, “El Estado soy yo”, pero dos reinados
después muchos opinaron diferente, guillotina en mano. Se equivocó de punta a
punta. Cuando un cortesano llegó a una audiencia a la hora fijada en punto,
Luis exclamó indignado; “¡Casi tuve que esperar! Como chiste era muy bueno,
pero lo dijo en serio. Un petulante de campeonato.
En el plano de los hechos, su inmensa soberbia y adoración
de sí mismo se evidencia, entre otras actividades que veremos en próximas
entradas, en el magno proceso de levantarse (lever) y acostarse (coucher), por
otra parte estrictamente estipulado hasta sus mínimos detalles por el propio
Rey, compenetrado de su inconmensurable importancia.
Asistamos
al momento en que el rey despierta.
En
invierno, al monarca se lo despertaba a las ocho y media de la mañana. En ese
momento, el ayudante
de cámara, que había dormido al pie de su lecho (colocado
en el centro preciso del palacio de Versalles; del mismo modo que el sol era el
centro del sistema solar, y el Rey Sol lo era de su corte), le susurraba:
"Señor, es la hora". Entraban entonces el primer médico y el primer
cirujano para informarse de la salud regia, a la vez que daba paso a las
"grandes entradas", es decir, a los miembros de la familia real,
seguidos por el chambelán principal de la corte, el Gran Maestre del
Guardarropa, y cuatro chambelanes comunes de la corte. Cuando hermanos, cuñados
y tíos rodeaban el lecho, el primer gentilhombre de cámara descorría el dosel
de la cama y le ofrecía la pila de agua bendita y un libro de oraciones, con el
que el rey rezaba un cuarto de hora. Todos, de pie y con los ojos bajos,
acompañaban este breve ejercicio religioso.
Después
de la plegaria, el jefe de lacayos derramaba sobre las manos reales unas pocas
gotas de aguardiente o cherry, lo que representaba las abluciones (Entiéndase;
no era como desayuno alcohólico. Se creía que desinfectaba y tonificaba la piel).
(Pese
a las leyendas en contrario, Luis se bañaba con relativa frecuencia. Cuenta su
cuñada, la princesa palatina;
"El rey y su hermano habían sido habituados desde la infancia a una gran suciedad en el interior de sus casas, hasta el punto de que ni siquiera sabían que las cosas deberían haber sido de otro modo; y sin embargo, por lo que respectaba a su higiene personal, eran especialmente pulcros".
El Primer
Chambelán ofrecía luego las zapatillas reales, luego entregaba la bata real al
Gran Maestre del Guardarropa, y ayudaba a Su Majestad a vestirla. El rey se sentaba
en su sillón. El barbero de la corte quitaba el gorro de dormir real y peinaba
los cabellos del monarca, mientras el primer Chambelán sostenía un espejo.
Todos
los detalles poseían enorme significado y gran importancia. Acomodar las zapatillas
en el pie real o ayudar a Su Majestad a ponerse la bata representaban
señalados
favores que todos los cortesanos envidiaban amargamente.
Esta
era la primera parte, el aspecto íntimo del despertar. Seguía luego el segundo
acto, más solemne. Los servidores apostados a la entrada de la habitación abrían
las amplias puertas. Entraba la corte. Duques y pares, embajadores, mariscales
de Francia, ministros de la Corona, presidentes de los parlamentos...dignatarios
de todo tipo y pelaje. Unas cuarenta personas que, ellos sí, se debían haber
levantado temprano para estar listos a la hora del despertar del rey. Ocupaban los
lugares cuidadosamente establecidos de antemano, del lado exterior de la
barrera dorada que dividía el dormitorio en dos partes, y contemplaban el
espectáculo con silencioso respeto.
Escena
primera: El rey se quita la bata. El Gran Maestre del Guardarropa ayudaba por
la derecha, el jefe de lacayos por la izquierda. Mucho más complejo era el acto
en virtud del cual el rey se despojaba de la camisa de noche y se ponía la camisa
de día. Un caballero de cámara la entregaba al primer chambelán, que la pasaba
al duque de Orleáns, cuyo rango sólo era inferior al del propio rey. El rey
recibía la camisa de manos del duque, se la ponía sobre los hombros, y con la
ayuda de dos chambelanes se quitaba la camisa de noche y se acomodaba la de
día. Nada de quedar desnudo delante de tanta gente.
La
función de gala continuaba. Los funcionarios de la corte ayudaban a Su Majestad
a completar su arreglo, a ponerse los zapatos, a asegurar las hebillas de
diamantes, a colgar la espada y la cinta de la orden elegida por el monarca. El
Gran Maestre del
Guardarropa
(generalmente el duque de más edad) desempeñaba un papel importantísimo.
Sostenía en sus manos las ropas usadas el día anterior mientras el rey retiraba
los pequeños objetos de uso diario y los trasladaba a los bolsillos de la ropa
que estaba vistiendo; también presentaba al monarca en una bandeja de oro, tres
pañuelos bordados, para que el rey eligiera uno; y entregaba a Su Majestad el
sombrero, los guantes y el bastón.
En
los días nublados, si se necesitaba luz, se daba también una oportunidad a
algún miembro del público. El chambelán principal preguntaba en voz baja al rey
quién debía sostener el candelabro. Su Majestad nombraba a este o a aquel
dignatario, que con el pecho hinchado de orgullo se encargaba de sostener el
candelabro de dos brazos durante el tiempo que duraba el tocado real. Obsérvese
bien: candelabro de dos brazos... pues Luis había regulado también el empleo de
velas y de candelabros en el complicado sistema de la etiqueta de la corte.
Sólo
el rey tenía derecho a un candelabro de dos brazos, los demás debían
contentarse con un candelabro de un brazo.
Cuando
el espectáculo cotidiano concluía, el rey abandonaba la cámara y los cortesanos
lo seguían. Pero en la cámara real se desarrollaba entonces una breve
“ceremonia secundaria”. Era preciso arreglar el lecho real. No, por cierto,
apresuradamente, como
suele
ocurrir con la mayoría de las camas comunes. Este procedimiento tenía también
sus reglas escritas. Un lacayo se colocaba a la cabecera de la cama, y el otro
a los pies, y el tapicero de palacio arreglaba el augusto lecho. Debía hallarse
presente uno de los chambelanes, con el
fin de vigilar el cumplimiento de las reglas de la operación.
La
propia cama, lo mismo que los restantes muebles o artículos de uso cotidiano,
debía ser tratada con el debido respeto. Quien pasaba la barrera que dividía la
cámara estaba obligado a realizar una genuflexión ante el lecho.
A la
noche, vuelta al dormitorio con algunos elegidos y otra ceremonia, la de
acostarse (le coucher). En un gran sillón de cuero escarlata se
disponían la bata de seda blanca y la camisa. En una banqueta, sobre un cojín
bordado de oro, tenía el gorro de dormir y los pañuelos y en el suelo, las
zapatillas de la misma seda que la bata. Entraba entonces el rey, daba su
sombrero y su espada al primer gentilhombre de cámara, que a su vez las pasaba
a un subalterno. Después de haber pronunciado alguna frase vaga y amable a los
cortesanos, el rey entraba en su habitación. Arrodillado ante su sillón, rezaba
durante unos quince minutos, ahora secundado por los nobles y clérigos
presentes, entre ellos el gran limosnero, que dirigía la oración en voz alta.
Luego ordenaba a su primer ayuda de cámara que pasara la palmatoria a la
persona que aquella noche el monarca deseara honrar particularmente.
Luego los criados libraban al rey de su casaca. El primer camarero del guardarropa tiraba de su manga derecha, otro de su manga izquierda. El primer gentilhombre de cámara daba la camisa al rey y después la bata. Si estaba allí un príncipe de la sangre, o un pariente todavía más próximo, a él le correspondía el honor de pasar la camisa. Entretanto, tres criados desabrochaban el cinturón y las pretillas de las rodillas de sus calzas. Se sentaba al fin en un sillón y se dejaba descalzar por un criado de cámara que le quitaba el zapato derecho, en tanto que un criado del guardarropa real le descalzaba el izquierdo. Dos pajes avanzaban y, rodilla en tierra, le ponían las zapatillas. Se podía considerar que el ritual había terminado.
Entonces un conserje pronunciaba en voz alta y engolada las palabras rituales: “Salid, señores” y la mayoría de los asistentes se retiraban. Sólo quedaban los príncipes, el servicio particular y las personas que el rey había distinguido aquella noche rogándoles que se quedaran. Entonces el soberano se ponía el gorro de dormir y los privilegiados se entretenían contando pequeñas indiscreciones a veces muy picantes.
Luego los criados libraban al rey de su casaca. El primer camarero del guardarropa tiraba de su manga derecha, otro de su manga izquierda. El primer gentilhombre de cámara daba la camisa al rey y después la bata. Si estaba allí un príncipe de la sangre, o un pariente todavía más próximo, a él le correspondía el honor de pasar la camisa. Entretanto, tres criados desabrochaban el cinturón y las pretillas de las rodillas de sus calzas. Se sentaba al fin en un sillón y se dejaba descalzar por un criado de cámara que le quitaba el zapato derecho, en tanto que un criado del guardarropa real le descalzaba el izquierdo. Dos pajes avanzaban y, rodilla en tierra, le ponían las zapatillas. Se podía considerar que el ritual había terminado.
Entonces un conserje pronunciaba en voz alta y engolada las palabras rituales: “Salid, señores” y la mayoría de los asistentes se retiraban. Sólo quedaban los príncipes, el servicio particular y las personas que el rey había distinguido aquella noche rogándoles que se quedaran. Entonces el soberano se ponía el gorro de dormir y los privilegiados se entretenían contando pequeñas indiscreciones a veces muy picantes.
Esta representación, extraída en gran parte de “Historia de
la Estupidez Humana” de Paul Tabori, tendrá su continuación en los próximos
posts con otras sorprendentes ceremonias de este megalómano rey. Hasta el 31 de
marzo, entonces.
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