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histonotas: 1/6/10 - 1/7/10

martes, 29 de junio de 2010

TEMPLARIOS II – LA CAIDA Y LAS HOGUERAS


Año 1300. Perdida definitivamente Tierra Santa, derrotados y desperdigados los cruzados ocupantes, el resto de los templarios combatientes se refugian en la isla de Chipre, donde intrigan, se enemistan con sus habitantes y sueñan quiméricos proyectos de futuras cruzadas. Su gran maestre, Jacques de Molay, viaja a Roma para conseguir apoyo papal y reclutar efectivos.

La otra rama del Temple, los no combatientes, continúan acumulando riquezas y poder político. Su centro de operaciones está en París, y desde allí irradian a toda Europa.

Haciendo un paralelo aproximado, el Temple se comportaba como un Fondo Monetario Internacional, acreedor de los principales reinos por sumas astronómicas e impagables, y por consiguiente regulador de políticas y socio influyente. Como pasa hoy en día con el Fondo, no era mirado precisamente con cariño pero, en su caso, disponía de una fuerza armada (mediocre, dado que los combatientes estaban en Chipre) y, sobre todo, de la tutela papal. El Temple, recordemos, no debía obediencia a nadie más que al papa.

Desgraciadamente para la Orden, precisamente en Francia reinaba en esos momentos Felipe IV “el Hermoso”, monarca consagrado a la consolidación de Francia y fortalecimiento del trono, que arrastraba deudas enormes con el Temple y no podía tolerar un poder paralelo en su reino.

Felipe procedió inteligentemente. No lanzó la pueril consigna “no pagar la deuda externa” sino que colmó de honores al Temple. Designó al Gran Maestre Jacques de Molay padrino de su hija Isabel, futura reina de Inglaterra, y se postuló como candidato a ingresar a la Orden, con la evidente intención de convertirse en gran maestre. El cabildo vio el peligro a tiempo y respondió con una negativa tajante y sin apelación.

Quedó con esto un único camino: la destrucción del Temple. Primer paso; el Temple dependía directamente del Papa, por lo que se necesitaba un pontífice maleable. Por medio de presiones y sobornos, Beltrán de Got, arzobispo de Burdeos, fue elegido Papa en 1305 con el nombre de Clemente V. Segundo paso: la difamación. Felipe aprovechó o inventó a un supuesto delator, quien “reveló” atroces costumbres “confesadas” por un templario anónimo: sacrilegio a la cruz, herejía, brujería, sodomía y adoración a ídolos paganos (les acusó de escupir sobre la cruz durante su admisión, renegar de Cristo a través de la práctica de ritos heréticos, de adorar a un ídolo llamado Baphomet y de tener contacto homosexual fomentado por los superiores, entre otras cosas). Estas acusaciones fueron ampliamente divulgadas entre el pueblo.

Inocentemente, de Molay recurrió al Papa solicitando se limpiara el buen nombre de la Orden. Paternalmente, Clemente le prometió iniciar una investigación… e informó a Felipe. Era la oportunidad buscada.

Felipe despachó correos a todos los lugares de su reino con órdenes estrictas de no ser abiertos hasta un día concreto, el anterior al viernes 13 de octubre de 1307, en lo que se podría decir que fue una operación conjunta simultánea en toda Francia. En esos pliegos se ordenaba la detención de todos los templarios y la requisa de sus bienes, bajo la inculpación de herejía, en nombre de la Inquisición.

En la redada cayeron ciento cuarenta templarios (muchos escaparon o fueron advertidos). De inmediato, Felipe hizo confiscar los bienes del Temple. Se dice (uno de los misterios del caso) que gran parte del tesoro fue puesto a salvo por templarios fugitivos, siendo su destino desconocido.

La Inquisición, o más bien los tribunales sumarios instaurados por Felipe, no perdieron tiempo: en toda Francia comenzaron las condenas. Quienes, por las brutales torturas, confesaban cualquier enormidad, eran castigados con prisión; quienes negaban eran quemados por herejes, sacrílegos…y todo lo demás.

En París, mientras tanto los principales dignatarios de la Orden estaban confinados en el propio castillo del Temple, sometidos a interminables interrogatorios y torturas.

Comenzó una tragicomedia entre el papa Clemente y el rey Felipe. Clemente no estaba en absoluto convencido de la veracidad de las acusaciones contra los templarios, puesto que había participado en la trama desde el principio. Lo pactado era hacer desaparecer la Orden y, de paso, rapiñar sus tesoros, pero Felipe era más terminante: no debía quedar ningún templario impune, y en cuanto a los tesoros, se hacía el distraído con lo que había alcanzado a escamotear.

En este tira y afloje, Felipe hizo valer sus presiones sobre el Papa (así como lo había elevado, lo podía destituir, había precedentes) y. para salvar la cara, se llegó a un acuerdo: las máximas autoridades de la Orden serían juzgadas por un tribunal inquisidor papal, pero sesionando en París y bajo las órdenes de jerarcas designados por Felipe.

Así las cosas, el proceso, dirigido por el canciller del reino, Guillaume de Nogaret, se arrastró entre ignominiosas falsedades. El pergamino que contiene la trascripción de los interrogatorios a que fueron sometidos en 1307, mide veintidós metros con veinte centímetros.

En ese lapso, las máximas autoridades del Temple fueron sometidas a todo tipo de vejaciones, torturas e interrogatorios. Destruidos, terminaron, por supuesto, confesando todo lo que sus inquisidores quisieron.

La culpabilidad de las personas aisladas no entrañaba la culpabilidad de la Orden. Las comisiones papales no pudieron (o no quisieron) probar que ésta, como cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio General de Vienne, el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue favorable al mantenimiento de la Orden, pero el Papa, indeciso y hostigado por la corona de Francia principalmente, adoptó una solución salomónica: decretó la disolución, no la condenación, y no por sentencia penal, sino por un decreto apostólico (bula Vox clamantis del 22 de marzo de 1312).

Los dignatarios confesos fueron llevados, el 18 de marzo de 1314, frente a la catedral de Notre Dame, aún no concluida, para su solemne confesión pública, abjuración y sentencia.

En esa fecha, fueron colocados Jacques de Molay (gran maestre) Godofredo de Charney (maestre en Normandía), Hugo de Peraud (visitador de Francia) y Godofredo de Goneville (maestre de Aquitania) encima de un patíbulo alzado delante de Notre-Dame, donde se les comunicó la pena de cadena perpetua....”Y considerando que los acusados lo han confesado y reconocido, los condenamos a prisión y al silencio por el resto de sus días, a fin de que obtengan la remisión de sus faltas por las lágrimas del arrepentimiento. In nomine Patris…! Pero en ese momento, el gran maestre y el maestre de Normandía, los cuales ya llevaban siete años en prisión, se adelantaron para dirigirse abiertamente a las gentes de París, y fue Jacques de Molay el que exclamó: "¡Nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar al Temple por salvar nuestras miserables vidas!"

Los "arrepentidos" habían dado un vuelco total a la situación. Todo París no hablaba de otra cosa y se había provocado un escándalo que no podía ser tolerado. Incluso se temió el estallido de un motín.

Con esta retractación, los condenados se mostraban “relapsos” es decir que habían recaído en la herejía después de haber confesado su culpa. La pena para los relapsos era la muerte en la hoguera. Aquel mismo día, con la puesta de sol, se alzó una enorme pira en un islote del Sena, denominado Isla de los Judíos, donde los dos dirigentes recalcitrantes, Jacques de Molay y Godofredo de Charney, fueron llevados al suplicio.

Según se cuenta, ya en la pira, y antes de ser consumido por las llamas, Jacobo de Molay maldijo a sus asesinos con estas palabras: "Dios conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. No tardará en venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte. Yo pereceré con esta seguridad”.

Las terribles palabras que pronunciara terminaban emplazando “al papa Clemente ante el tribunal de Dios en cuarenta días y al rey Felipe antes de un año”.

Parece ser que la maldición incluía también a Guillermo de Nogaret, el principal agente de la inquina real contra los templarios. Para sorpresa de muchos. Clemente V muere treinta y tres días después a causa de una infección intestinal, y el rey Felipe a los nueve meses, tras una fatal caída de caballo. Y lo que es más: en menos de dos años muchos de los ejecutores del proceso fueron asesinados, juzgados y condenados a la pena capital por delitos comunes o, simplemente, muertos en extrañas circunstancias31. Entre éstos se hallaba también Nogaret envenenado por instigación de la condesa Mahaut de Artois.

Decapitado y disuelto por orden papal, el Temple sobrevivió. En parte, sus bienes (los que quedaron luego de las “intervenciones” de Felipe el Hermoso y de Clemente V) pasaros a otras órdenes, sobre todo a los Hospitalarios. En la península Ibérica la condena se acató sólo formalmente; no hubo juicios locales y los caballeros de la disuelta Orden fueron admitidos en las Órdenes de Santiago, de Calatrava y, en Portugal, en la Orden de Cristo, creada a tal efecto. Se comprende, ya que España aún luchaba contra los moros, y toda ayuda militar era bienvenida. También en Polonia, Alemania e Inglaterra los templarios dispersos fueron reincorporados a diversas armadas.

En Francia hubo templarios que pasaron a la clandestinidad, y ya entramos en el terreno de la leyenda. Se dice que existieron grandes maestres secretos hasta el siglo XVII, y que al caer la cabeza de Luís XVI en la guillotina, se oyó una fuerte voz en la plaza exclamando “¡Jacques de Molay, estás vengado!” También los actuales masones y rosacruces se proclaman herederos de los templarios, y hasta hay señores (y señoras) que hoy en día se reúnen vestidos de templarios con toda su parafernalia y se fotografían alegremente. De todo hay, amigos.

En la próxima, a mediados de julio, comentaré los supuestos secretos y leyendas que corren sobre esta misteriosa Orden. Hasta entonces.







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domingo, 13 de junio de 2010

TEMPLARIOS I – NACIMIENTO Y APOGEO


Era inevitable. Tarde o temprano teníamos que caer en los templarios. Estos muchachos tienen tal atractivo que, trátese del tema que se trate, fatalmente se termina hablando de ellos. Allá van.

Año 1099. En medio de una orgía de sangre, las fuerzas de la primera cruzada toman Jerusalén. Toma forma la estructura medieval, con rey, señores de esto y aquello, patriarca y clero.

En 1118 un grupo de nobles, cruzados franceses residentes en Jerusalén encabezados por Hugo de Payns, solicitan autorización al rey de Jerusalén Balduino II, para fundar una orden monástica – militar dedicada a proteger a los peregrinos que visitan los Santos Lugares. Primera incongruencia (y habrá otras), ya que desde hace algunos años existe la orden del Hospital de San Juan de Jerusalén (conocida como el Hospital) dedicada justamente a eso.

Sea como sea, Balduino lo aprueba, otorgándoles como lugar de residencia la mezquita Al-Aksa (aún existe) que estaba incluida en el perímetro en que, muchos siglos atrás, se había asentado el templo de Salomón. Por tratarse de una orden monástica, requirió también la aprobación del Patriarca de Jerusalén, quien probablemente haya redactado su regla original y los bautizó como “Orden de los Pobres Caballeros de Cristo” Lo de pobres era porque, como toda orden, hacían votos de pobreza, castidad y obediencia. (¿Por qué no los llamaron Orden de los Castos Caballeros de Cristo? Probablemente nadie los creería, o lo tomarían a la chunga). Por su lugar de residencia, le agregaron “del Templo De Salomón”, con lo que ya su nombre era tan largo como un padrenuestro. Les quedó entonces “Caballeros del Templo” o “del Temple” (en francés) o, finalmente, “Templarios”.

Desde ese momento, y por cinco años, no se tienen noticias de la orden recientemente fundada. No hay registros de que hayan auxiliado a ningún peregrino. ¿Qué estuvieron haciendo, entonces? Misterio. Se sospecha que, como todo nuevo inquilino, se dedicaron a revisar la casa, pues se encontraron símbolos templarios grabados en los sótanos del antiguo templo de Salomón, en la vecindad de donde se hospedaban los templarios. ¿Encontraron algo? ¿Qué fue? Más misterio.

Lo cierto es que en 1127 lo tenemos a Hugo de Payns y a sus muchachos en Francia, visitando al temible abad Bernardo de Claraval, reformador de monasterios, furibundo polemista, censor de reyes y papas. “Casualmente”, durante los últimos años Bernardo había estado reuniendo en su abadía de Citeaux nada menos que a un grupo de sabios judíos, versados en cábala y hebreo antiguo. Otro hecho insólito sobre el que volveremos más adelante.

A pedido de Hugo de Pains, el abad de Citeaux redactó una nueva regla para la Orden del Temple (de la original no quedan rastros, en cambio de la de Claraval tenemos registros completos). No sólo eso, sino que reunió un impresionante concilio en la ciudad de Troyes para aprobar la regla y dar a la Orden su carácter definitivo. (Otro hecho extraño: para dar una regla a una orden monástico – militar se reunió nada menos que un concilio con asistencia de un legado papal y una asamblea de obispos, arzobispos, abades, clérigos y nobles. Aparentemente desproporcionado)


Allí Bernardo de Claraval se deshizo en elogios del proyecto, lo puso como ejemplo de caballería y le dio la forma de un ejército (militia Christi), para combatir denodadamente a los musulmanes y proteger los Santos Lugares (aparentemente la original defensa de los peregrinos quedó postergada sin fecha. Por lo visto, Bernardo sustentaba la teoría de Bush de “guerra preventiva”. La mejor defensa de los peregrinos consistía en matar a todos sus enemigos). Por supuesto, les informó que era obra piadosa y grata al Señor masacrar musulmanes, y los absolvió anticipadamente.

En el nutrido reglamento de 76 artículos se detallan también aspectos curiosos, como la prohibición de llevar cabello largo y la autorización para usar barba y bigote (no sé por qué los ilustradores olvidan que los templarios solían ser barbudos), la obligación de comer de a dos templarios en un solo plato (se adujo ¡la pobreza de la Orden y la escasez de platos!) el uso para los caballeros de manto blanco (después se agregó la cruz roja), el régimen de comidas y, caso curioso, la prohibición de la caza, excepto la del león, ya que éste representaba al demonio.

Para colmo, se dispuso que la Orden del Temple debía obediencia exclusivamente al Papa. No tenían poder sobre ella reyes ni obispos. Estaba dispensada de todo impuesto, pero podía recibir los derechos de las iglesias que fundara y donaciones de cualquier clase. En un siglo machista, y para tranquilidad de la Orden, no se admitían mujeres ni niños. Si ven alguna mujer templaria, es un engendro de Hollywood.

Después de este espaldarazo, los nueve caballeros se dedicaron a reclutar milicias y a requerir donaciones. Los conscriptos deberían ser, por supuesto, de sangre noble y renunciar a bienes de su propiedad (muchos los donaban a la Orden al ingresar).

El éxito fue fulminante, tanto en cuanto a la conscripción como a las donaciones. Los señores legaban tierras, castillos, aldeas, cultivos de renta. Inexplicable. O los señores feudales querían hacer mérito rápidamente ante Dios o los templarios lavaban dinero (esta teoría se me acaba de ocurrir; no la encontrarán en ningún historiador).

En pocos años el crecimiento patrimonial fue tal que gran parte de los caballeros debieron quedarse en Occidente para vigilar, administrar y acrecentar los bienes de la Orden. Como consecuencia inevitable, a esos excelentes administradores se les ocurrió la idea de las letras de cambio, para que la gente no tuviera que transportar dinero por los peligrosos caminos. Bastaba con adquirir un certificado por la cantidad depositada en una Casa templaria, y la suma indicada les era reembolsada en otra Casa ubicada en el lugar de destino. Revolucionario para la época. Con tal cantidad de dinero en efectivo, resultó inevitable que el Temple se volviera prestamista. Cobrando intereses a burgueses, comerciantes y nobles (burlando las disposiciones de la Iglesia con hábiles subterfugios) y adelantando enormes sumas a los siempre endeudados monarcas a cambio, no de intereses sino de exenciones, favores o dones reales.

Dejemos al Temple enriqueciéndose vertiginosamente en Occidente y pasemos a Tierra Santa. Allí lo caballeros templarios eran, con mucho, la fuerza mejor equipada y más disciplinada, a la par sólo de la Orden del Hospital. Ambas estaban, efectivamente, formadas por guerreros – monjes, con una férrea regla de obediencia y una organización (una logística, como diríamos ahora) que no poseía ninguno de los cuerpos feudales. Al no reconocer órdenes de ningún rey o señor, su independencia les permitía seguir una política propia, incluso establecer relaciones informales con el enemigo. Se produjo un intercambio de conocimientos de índole filosófica cuyo alcance no es bien conocido. Ciencias más o menos ocultas circulaban entre ambos bandos. Así absorbieron los templarios nociones gnósticas y sufíes que más tarde fueron uno de los argumentos esgrimidos para destruirlos.

Pese a este intercambio, eran soberbios guerreros. Ya dedicados francamente al combate, lejos de su objetivo fundacional, luchaban junto con los cruzados, integraban los consejos de guerra, eran respetados y temidos por turcos y cristianos. Se reservaban la vanguardia en los ataques y la retaguardia en las retiradas. Se sabían superiores, y eso los convertía frecuentemente en soberbios y altaneros. No eran una compañía cómoda, pero eran indispensables. En cuanto a su comportamiento puertas adentro. Poco se sabe. Su regla era durísima. Ante cualquier falta, pérdida o descuido del equipo, por ejemplo, se los hacía comer en el suelo por períodos variables, frente a sus camaradas. La regla se respetaba a rajatabla. Las comidas se ceñían a lo prescripto, con ayunos en las fechas prescriptas. Por lo visto la regla no mencionaba a la bebida, por eso ganaron fama de borrachines. “Beber como un templario” era una frase común. En cuanto a las mujeres, parece que se tomaban en serio el reglamento. No se mencionan escándalos en ese aspecto. Naturalmente, con el ambiente en que se movían, se les inventó fama de homosexuales. Otra infundada bolilla negra que se agregó a la leyenda de la orden. Algún dia sería su perdición.

Estaban los templarios en el apogeo de su lucha. Acompañaron la suerte aciaga de las Cruzadas. Por culpas ajenas, estupidez o luchas internas entre señores feudales, se perdieron castillos inexpugnables y batallas sangrientas. Jerusalén fue reconquistada por Saladino y los habitantes que no pudieron rescatarse se vendieron como esclavos. Los templarios murieron de a cientos. Finalmente, debieron refugiarse en Chipre y de allí volver a Europa.

Sin batallas en que combatir, prácticamente sin misión. La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo se convirtió en prestamista. Sus tesoros y extensas propiedades en Europa no habían dejado de aumentar, y se dedicaron a acrecentarlos más aún.

Durante la cresta de la ola, su predominante posición militar los hizo ser despectivos, violentos, se enemistaron con reyes y hasta el papa amenazó con retirarles su protección. Con inconciencia, dejaron que se acumularan nubarrones confiando en que sus triunfos los disiparían. No fue así. Confiaron entonces en que su inmensa riqueza los protegería de la desgracia.

Nos encontramos frente a la decaída de la otrora respetada y ahora odiada Orden del Temple. En el próximo post contemplaremos su caída, y en el siguiente veremos sus secretos y algunas de las hipótesis sobre los mismos.

Hasta fines de junio. Un saludo a todos.



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