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histonotas

jueves, 16 de enero de 2014

Palabras de despedida

Estimados lectores,
Histonotas no tendrá más publicaciones. Jorge, su autor, no pudo despedirse de ustedes. Falleció el 3 de enero de 2014.

El estilo de su blog es el mejor autorretrato que pudo dejarles a quienes siguieron sus publicaciones.

Con todo mi respeto, por el amor y admiración hacia mi querido esposo y compañero de siempre, entré en su Histonotas para dejar este mensaje. Él nunca hubiese interrumpido su blog sin dar alguna explicación.

Seguramente, Jorge les hubiese agradecido el intercambio que tuvieron durante tantos años.

Sara


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lunes, 30 de septiembre de 2013

LOS GANSOS EN LA HISTORIA


Allá por el 390 AC los omnipresentes  galos comenzaron a moverse desde Francia hacia Italia. Los llevó a semejante migración, por supuesto, el deseo de pillaje, pero Tito Livio (a quien seguiré fielmente) da otro motivo: los galos bebían cerveza desde siempre, pero habían tomado contacto con el vino a través de los mercaderes, y les gustó. Allá fueron, atravesando los Alpes, a buscar vino. El colmo: franceses yendo a Italia a buscar vino.
El hecho es que, batallas van y vienen, arrollaron a los etruscos y se aproximaron a Roma. No faltaron avisos; cerca del templo de Vesta, se oyó en el silencio de la noche a una voz, más poderosa que cualquier
voz humana, ordenando advertir a los magistrados que los galos se acercaban. No se tuvo en cuenta. ¿Quién conocía a estos galos?

Y no sólo eso, sino que, por motivos de corrupción (¡qué raro!) desterraron de Roma a Marco Furio Camilo, su  más prestigioso general, quien no se fue solo, sino acompañado de fieles amigos y soldados.

Al poco tiempo se divisaron nomás a los galos, y los campesinos, con sus familiares, animales y enseres, se dirigieron tumultuosamente a Roma, sembrando el pánico.
Un ejército alistado a toda prisa por una recluta masiva salió a su encuentro. Las dos fuerzas se enfrentaron apenas a dieciséis kilómetros de Roma, en las márgenes del rio Alia.

El país entero, al frente y alrededor, estaba plagado de enemigos que llenaba todo con el
ruido espantoso de sus horribles gritos y su clamor discordante.
Los tribunos consulares no habían asegurado la posición de su campamento, no habían construido trincheras tras las que poder retirarse y habían mostrado tanta falta de atención a los dioses como al enemigo, pues formaron su línea de batalla sin haber obtenido auspicios favorables.
Con  todo eso, el resultado no fue ninguna sorpresa: los romanos se vieron completamente arrollados y huyeron en masa, sin siquiera pelear. Las únicas bajas se dieron durante la persecución.

Los fugitivos llegaron a la ciudad sembrando el pánico y, sin cerrar siquiera las puertas entraron en la urbe y
se refugiaron en la ciudadela amurallada del monte Capitolio, donde se hallaban entre otros los templos de Júpiter Optimo Máximo y de Juno Moneta. Allí sí se atrincheraron y dejaron librada a su suerte al resto de la ciudad, con los ciudadanos y campesinos refugiados. Por supuesto, los galos se hicieron un banquete con la indefensa Roma. Saquearon, violaron, mataron hasta el hartazgo y terminaron sitiando al Capitolio, donde los pocos soldados encerrados ya se daban por perdidos.
Intentaron los galos escalar las murallas, pero fueron advertidos y rechazados con toda clase de proyectiles. Los sitiadores quedaron a la expectativa.

Mientras tanto, la guarnición despachaba mensajeros con pedidos de auxilio a las ciudades aliadas. Los galos advirtieron el lugar accesible de la muralla por donde se descolgaban los emisarios, y una oscura noche se aventuraron silenciosamente por ese sector. Cautelosamente escalaron las defensas sin ser advertidos por los centinelas ni por los perros guardianes, quienes dormían para engañar el hambre. En el templo de Juno, en cambio, los gansos consagrados a la diosa vagaban buscando algo de comida, y al percibir sombras comenzaron a alborotar, graznar y aletear alarmando a la guarnición, que rechazó el ataque.  Grandes alabanzas para los gansos y castigo para los perros. En cuanto al centinela del sector, lo despeñaron desde un acantilado.

Volvió a estabilizarse la situación, pero el hambre ya era crítica, y  luego de deliberar  los romanos decidieron pactar condiciones de rendición.
Tuvo lugar una conferencia entre los representantes de los sitiados y Breno, el jefe galo, y se llegó a un
acuerdo por el que se fijó en 327 kilogramos de oro el rescate del pueblo que al poco tiempo estaría destinado a gobernar el mundo (eso dice Tito Livio). Esta humillación ya era lo bastante grande, pero fue agravada por la mezquindad de los galos que usaron pesos trucados, y cuando protestaron los tribunos, el insolente galo arrojó su espada sobre la balanza y usó de una expresión que se hizo clásica hasta nuestros días: “¡Vae Victis!” (“¡Ay de los vencidos!”). Y ya estaban los pobres romanos bajándose los calzones, resignados a entregar lo que fuere, cuando, como en el mejor western, aparece de improviso el exiliado Marco Furio Camilo, furioso como su nombre, al frente de un ejército sacado de su noble manga.
Haciéndose cargo de la situación, y puestos a emitir frases célebres, gritó, sacando su espada: “¡No con oro, sino con hierro!” (“Nec cum auro, sed cum ferro”) y ahí nomás armó una escabechina de galos hasta que no quedó ni uno.

Esta historia ejemplar es, con perdón de Tito Livio, una solemne fábula. Los estratos arqueológicos que hoy conocemos muestran para ese siglo un elocuente nivel de ceniza y derrumbe. La ciudad debió de haber sido destruida en su casi totalidad. Los galos se deben de haber llevado no sólo el oro sino el hierro, y posiblemente las mujeres.

Los romanos posteriores, que no sabían nada de arqueología y sí mucho de patrioterismo, creyeron todo a pie juntillas, y en los primeros días de agosto celebraban una solemne procesión portando nueve perros crucificados y un ganso en una litera púrpura con guirnaldas, para conmemorar la traición de los perros y el heroísmo de los gansos.


Hasta fines de octubre, amigos.


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sábado, 31 de agosto de 2013

MUCIO ESCÉVOLA – LAS MANOS EN EL FUEGO


Todo país, por insignificante que sea, posee sin excepción su héroe o héroes legendarios. Generalmente se trata de personas de existencia real cuyas hazañas, inventadas o magnificadas, sirven para alimentar el orgullo patriótico y son utilizadas para la educación de los niños y adolescentes.

La antigua Roma no podía ser la excepción. Muchos son los relatos heroicos tomados como artículos de fe por los educadores y pedagogos. Vamos a recordar lo que dice el historiador Tito Livio, quien fue contemporáneo de Jesús, en su Historia de Roma, libro 2: “Los primeros años de la República”. Veamos lo
que cuenta de un tal Cayo Mucio.

Como sabemos, en su origen Roma fue gobernada por reyes. Hubo siete de ellos, y el régimen duró unos 250 años, hasta el 509 AC. El último soberano, Tarquino, llamado el Soberbio por motivos obvios, tenía un hijo bastante repugnante. 
A este joven se le ocurrió usufructuar en ausencia del marido a una señora, bastante apetecible pero muy virtuosa. Para abreviar, la violó. La damnificada reunió a sus parientes varones, padre, marido, hermanos, contó lo sucedido y sin más trámites se clavó un puñal en el pecho.

Esta gota (¡vaya gota!) rebasó el vaso. Hartos de Tarquino, salieron todos en estampida a buscarlo con las peores intenciones. En realidad tendrían que haber salido en busca del hijo, que había hecho el estropicio, pero así es el cuento. 
No hallando a Tarquino, que había salido a dar una vuelta por los suburbios, decidieron los afectados y el pueblo en general dar por terminado el reinado, todos los reinados, y no soportar reyes nunca más. Por de pronto, a Tarquino le cerraron las puertas de la ciudad y lo declararon persona nada grata. Fuera con él y familia.

Obviamente, Tarquino se lo tomó pésimo, y recurrió a sus amigos, etruscos como él, con mando en alguna ciudad vecina. Sólo lo apoyó Lars Porsena, rey (mandamás) de Clusium. Más ilusionado por el saqueo que
por restablecer a Tarquino, Porsena marchó sobre Roma y la sitió.

Pánico en la ciudad. El ejército sitiador era imponente, y pasado un tiempo Roma comenzó a padecer hambre y a flaquear.
Un ciudadano, Cayo Mucio, concibió como única salida el asesinato de Porsena. Con el beneplácito de sus superiores, se disfrazó de etrusco, cruzó el Tiber a nado y, mojado y todo, se filtró una noche en el campamento de Porsena. La tienda del general era la más iluminada y estaba bastante concurrida, lo que le planteó un problema a Cayo Mucio, quien no conocía a Porsena. Entró a la tienda y apuntó al más lujosamente vestido que, lamentablemente, no era Porsena sino un secretario que estaba pagando a las tropas. Acuchilló al tipo equivocado.

Por supuesto, fue detenido y arrastrado ante Porsena. Viéndose ya difunto, trató de hacerse el impasible: “Soy un ciudadano de Roma”, dijo, “los hombres me llaman Cayo Mucio. Como enemigo quería matar a un enemigo y tengo suficiente valor como para enfrentar la muerte con tal de lograrlo. No soy el único en haber tomado esta resolución en tu contra; detrás de mí hay una larga lista de aspirantes a la misma distinción” (estaba muerto de miedo, pero conservó la serenidad como para mentir como un fresco para salvar el pellejo). “Prepárate para combatir cada hora por tu vida y encontrar un enemigo armado en el umbral de tu tienda. Esta es la clase de guerra que nosotros los jóvenes romanos te declaramos. No temerás las formaciones, no temerás la batalla; es sólo cosa entre tú y cada uno de nosotros”
El rey comenzó a preocuparse y reaccionó con furia: “Si no confiesas quiénes son tus cómplices y cómo piensan asesinarme, te quemo vivo de inmediato”. Ahí le tocó el turno a Cayo Mucio de redoblar la
apuesta y pasar a la posteridad: “Mira” gritó, “y aprende cuán ligeramente consideran sus cuerpos aquellos que aspiran a una gran gloria”. Sin dudarlo metió la mano derecha en el fuego que ardía en el altar. Mientras la mantuvo allí quemándose fue como si estuviera desprovisto de toda sensación. (Qué bestia, o bien Tito Livio resultó más cuentista que Cayo Mucio).

Porsena, seguramente asqueado por el olor a chamusquina, lo hizo retirar del fuego y, en premio a su valor, ordenó que lo mandaran de vuelta a casa. Ahí Mucio, para aprovecharse de la situación, le dijo (mientras se apagaba la mano a soplidos): “Ya que honras al valor, en reciprocidad te confesaré lo que no quise decirte antes (y siguió ensartando embustes): Trescientos de nosotros, entre los jóvenes romanos, han jurado que te atacarán como yo lo hice. El primero he sido yo; los otros vendrán a su turno hasta que la fortuna nos dé una oportunidad favorable”
Lo increíble es que el simple de Porsena lo creyó, y atemorizado ante tanto arrojo y tantos posibles atentados hizo propuestas de paz a Roma y finalmente retiró sus tropas.  A Cayo Mucio lo recibieron con
honores (y con crema para quemaduras) y le otorgaron por motivos obvios el apodo de Escévola (zurdo, en latín) que llevaron todos sus descendientes.

Si los romanos se creyeron realmente esta historieta fueron más que cándidos, pero el hecho es que con estas cosas educaban a sus hijos con orgullo. Allá ellos y, como dije, miremos qué pasa por casa.

Saludos (vale, como decían los romanos) y hasta fines de septiembre.




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