Subscribe in a reader

histonotas: 1/4/13 - 1/5/13

martes, 30 de abril de 2013

¿SE FUNDÓ ROMA ALGUNA VEZ?



La pregunta, irónica por supuesto, tiene un fondo válido. Por un lado, los romanos se habían fabricado una versión heroica y patriótica, totalmente falsa de punta a punta, Los etnólogos y arqueólogos, siempre dispuestos a hacerse un nombre buscando pelos al huevo, descartaron desdeñosamente la versión romana y se lanzaron a divagar. Dado que las gentes de esa época y cultura eran poco y nada partidarios de la escritura, no se sabe absolutamente nada de lo que sucedió. Quedó así campo libre para que los científicos sacaran de la galera a pueblos insólitos y les atribuyeran la fundación de lo que después fue Roma. Etruscos,
pelasgos, sabinos, volscos, ecuos, rútulos, ausonios y muchos otros fueron candidatos más o menos firmes, solos o  en sociedad. Personalmente, como debido a mi ignorancia no sé distinguir a un rútulo de un ecuo cuando los veo, me resulta absolutamente insubstancial quién haya puesto la primera piedra de la ciudad, si es que alguien se tomó la molestia de hacerlo.

La versión (o versiones, porque hay varias) que los papás romanos le contaban a sus hijos tienen la ventaja del componente poético, y fueron evolucionando. Por supuesto, a las primeras generaciones les importaba un pito quién había sido el primer romano, lo que probablemente tenían bastante presente porque sus abuelos habían sido testigos del hecho.  Pero al pasar el tiempo, al olvidarse sus orígenes y tener que demostrar su superioridad frente a ciudades vecinas, los romanos tuvieron que fabricarse una historia.

Entre otras, podemos rescatar la que atribuye la fundación a un etrusco llamado Rumon o Ramon. Rápidamente cayó en  desuso por pedestre.
Se recurrió entonces a Troya. Sobrevivientes de la caída de esta ciudad se lanzaron al mar y llegaron al río Tiber. Allí encallaron y las mujeres, hartas de navegar, dirigidas por una tal Roma, incendiaron los barcos. Como es de imaginar, a los maridos les cayó muy mal, y Roma y sus secuaces tuvieron que emplearse a fondo para calmarlos.
Con el tiempo, las cosas les fueron mejor de lo esperado, de modo que erigieron una ciudad y le pusieron por nombre Roma en honor a la incendiaria. De entonces dicen que viene lo que todavía se practica, que las mujeres saludan con ósculo a los deudos y a sus propios maridos, porque también aquellas saludaron así a los hombres después de la quema de las naves, por miedo y para aplacarles el enojo. Por lo  visto,  estas niñas fueron las inventoras del beso. (Y no critiquen, que lo dice Plutarco, nada menos)

No gustó del todo. Se trató de encontrar a la ciudad un origen heroico y, de ser posible, divino. Eso siempre ayuda.
Vino de perillas un héroe de la guerra de Troya, con bastante buena prensa. Este personaje, casualmente hijo de Afrodita (¡perfecto!) escapó de la destrucción de Troya cargando en hombros a su padre Anquises (hijo ejemplar) y llevando en brazos a su hijo Ascanio. Así abrumado se embarcó con algunos compañeros y
salió pitando. En su viaje, hizo las mil y una (lean la Eneida, si pueden soportarla) y finalmente llegó a Italia, al Lacio para ser exactos. Allí él (o su hijo rebautizado Iulo, para dar linaje a Julio César) fundaron Roma.
Perfecto, pero el bulo era demasiado grande. Troya cayó muchos siglos antes de la fundación de Roma, y ni Eneas ni Iulo podían ser tan longevos.
Pongamos un parche, entonces. Puesto a fundar ciudades, Iulo fundó Alba Longa. Sucesivos descendientes reinaron allí durante trescientos años (con lo que se cubrió la incongruencia), llegando a dos de ellos, Numitor y Amulio, que estaban aún en el trono. Desgraciadamente, dos en un trono están muy apretados. Y así, un día, Amulio echó al hermano para reinar solo, y le mató todos los hijos, menos una: Rea Silvia. Mas, para que no pudiese poner al mundo algún hijo a quien, de mayor, se le pudiese antojar vengar al abuelo, la obligó a hacerse sacerdotisa de la diosa Vesta, o sea monja.
Un día, Rea tomaba el fresco a orillas del río y se quedó dormida. Por casualidad pasaba por aquellos parajes el dios Marte, que bajaba a menudo a la Tierra, un poco para organizar una guerrilla que otra, que era su oficio habitual, y otro poco en busca de chicas, que era su pasión favorita. Vio a Rea Silvia. Se enamoró de ella. Y sin despertarla siquiera, la dejó encinta. Sueño pesado, el de Silvia.
Amulio se encolerizó muchísimo cuando lo supo. Más no la mató. Aguardó a que pariese, no uno, sino dos chiquillos gemelos. Después, ordenó meterlos en una pequeñísima balsa  que confió al río para que se los llevase, al filo de la corriente, hasta el mar, y allí se ahogasen. Mas no había contado con el viento, que aquel día soplaba con bastante fuerza, y que condujo la frágil embarcación no lejos de allí, encallando en la arena de la orilla, en pleno campo (Notar la analogía con Moisés. ¿Quién copió a quién?). Allí, los dos desamparados llamaron la atención de una loba que acudió para amamantarlos. Y por eso este animal se ha
convertido en el símbolo de Roma, que fue fundada después por los dos gemelos.
Los maliciosos dicen que aquella loba no era en modo alguno una bestia, sino una mujer de verdad, Acca Laurentia. Como en latín vulgar se llamaba lupas (lobas) a las prostitutas, se imaginan cuál era la profesión de doña Laurentia. Mas acaso todo eso no son más que chismorreos.
Los dos gemelos completaron su crianza con un pastor y de él recibieron, uno el nombre de Rómulo, el otro el de Remo. Crecieron, y al final supieron su historia. Entonces, volvieron a Alba Longa, organizaron una revolución, mataron a Amulio y repusieron en el trono a Numitor. Después, impacientes por hacer algo importante, reunieron algunos adictos y se fueron a construir otra ciudad un poco más lejos. Y eligieron el sitio donde su balsa había encallado, en medio de las colinas entre las que discurre el Tíber, cuando está a puntó de desembocar en el mar. En aquel lugar, como a menudo sucede entre hermanos, litigaron sobre el nombre que darían a la ciudad. Luego decidieron que ganaría el que viera volar más buitres (ave consagrada a Marte, antecesor de ambos). Remo vio seis sobre el monte Aventino. Rómulo, sobre el Palatino, vio doce: la ciudad se llamaría, pues, Roma. Uncieron dos blancos bueyes, excavaron un surco y delimitaron así el 
circuito de las futuras murallas, según un sagrado rito etrusco. Comenzó la discusión sobre el nombre. Remo se consideró ganador, porque había visto los buitres en primer lugar, pero Rómulo argumentó haber visto más aves. Remo, falto de argumentos, saltó despectivamente sobre el surco trazado, pecado horrible según la costumbre porque las murallas resultaban así violadas, y Rómulo, sin dudarlo, mató a Remo. Después se arrepintió, claro, pero igualmente se proclamó rey y llamó a la ciudad con su nombre.

Todo esto, dícese, aconteció setecientos cincuenta y tres años antes de que Jesucristo naciese, exactamente el 21 de abril, que todavía se celebra como aniversario de la ciudad, nacida, como se ve, de un fratricidio.
Naturalmente, las cosas no acontecieron precisamente así. Pero durante muchos siglos los romanos lo creyeron y les halagaba mucho el hecho de poder mezclar los dioses influyentes como Venus y Marte y personalidades de elevada posición como Eneas, al nacimiento de su Urbe. Cuando se fueron volviendo escépticos y dejaron de creerlo comenzó la decadencia de Roma. Ahora creen que la fundó Berlusconi. Así les va.

En otra ocasión les contaré (porque esto continúa) cómo se hicieron los fundadores, todos varones, de mujeres para poblar la ciudad y llenarla de romanos.

Hasta mediados de mayo. Saludos

¡cliquea aquí para leer todo!

lunes, 1 de abril de 2013

JUANA DE CASTILLA, LA BELTRANEJA



¡Ay de Juana! Le colgaron el mote sin compasión, y le quedó para siglos y siglos.

Retrocedamos un poco. El padre de la aún no nacida Juana era Enrique IV, rey de Castilla. Habría mucho

para decir de este sujeto. Para empezar, era un pobre infeliz influenciable y veleta, con ínfulas de rey pero sin tripas para ello. De buena estampa, pero nada más. Se apoyaba demasiado en los favoritos. Más de lo razonable, lo que a las mal pensados lo hacía sospechoso de inclinaciones irregulares.


En 1440, con 15 años, lo casaron con Blanca de Navarra. Pasan los
años (trece, para ser exactos) y los críos no llegan. Enrique le echa la culpa a su mujer afirmando que le había lanzado un hechizo (textualmente “le había anudado la bragueta”). Por consiguiente, repudia a su esposa. Ofendida, Blanca proclama a los cuatro vientos que no ha sido por su culpa, sino por la de su marido, que no ha podido consumar el matrimonio.  Los médicos dicen que su esposa todavía es virgen y que él tiene un miembro viril inservible para poder realizar un acto sexual.

Para demostrar que la culpa era de la princesa Blanca, los consejeros de Enrique trajeron dos prostitutas de Segovia, “con las que el príncipe tuvo relaciones íntimas” y que juraron que era viril ante la corte eclesiástica. Quién es más creíble: ¿el Papa o dos prostitutas? La cuestión quedó en empate.

Dos años después, Enrique probó suerte nuevamente. La novia, Juana de Portugal, de 16 años, era alegre, provocativa y vehemente.La noche de bodas fue probablemente un fracaso. Los funcionarios de la corte, según la tradición, revolotearon delante del dormitorio esperando que el novio saliera a mostrar las sábanas ensangrentadas. No fue así. A la mañana siguiente la novia abandonó el dormitorio “tal como había entrado a él” es decir, virgen.  Más rumores.

Transcurrieron años sin novedad. Isabel (la futura Isabel la Católica) y su hermano Alfonso, hermanastros del rey Enrique, fueron a vivir a la corte, niños aún, y quedaron espantados ante el desenfreno reinante. La reina Juana se dedicaba a los coqueteos, la frivolidad y las escaramuzas sexuales, entre celebraciones y banquetes cortesanos. Comenzó a circular el rumor de que
la reina tenía un amante, Beltrán de la Cueva, un apuesto y enjoyado favorito de Enrique. Por supuesto no había pruebas, pero la conducta de ambos era reveladora. 
Finalmente, luego de siete años de matrimonio,  nació la princesa Juana de Castilla. Se reunieron las Cortes en Madrid para jurar a la princesa Juana como heredera legítima de Enrique. Entre los que juraron se encontraban los hermanos Isabel y Alfonso.

No pasó mucho tiempo sin que hicieran crisis las rivalidades existentes entre la nobleza. La débil política de Enrique y su apoyo a los favoritos provocaron agrios rencores. El valido del momento era, justamente, el inseparable Beltrán de la Cueva, sospechado padre de Juana. El anterior preferido, Juan Pacheco, se transformó en enemigo  acérrimo de Enrique. Juntó aliados entre los nobles descontentos y planeó su venganza.
El plan requería como primer paso sostener que Juana era bastarda (cosa fácil). En consecuencia, no podría heredar la corona de Castilla. ¿Quién sería entonces el sucesor natural? Por supuesto, Alfonso, al igual que Isabel, hermanastros del rey Enrique. Por su edad, se suponía a Alfonso fácilmente influenciable. En cuanto a Enrique, llegado el momento se lo haría abdicar o se “rogaría” a Dios que lo llevara consigo.

Y así nació el despectivo apodo de “Beltraneja” aplicado a Juana. Se difundió rápidamente por mercaderes y juglares y sirvió a su propósito.

A la liga rebelde se le fueron incorporando grandes linajes nobiliarios, e incluso el rey Juan II de Aragón. Redactaron un manifiesto en Medina del Campo, en el que se acusaba al monarca de favorecer a judíos y musulmanes, perjudicar a los nobles en beneficio de gente de baja extracción social, aplicar impuestos excesivos, y sobre todo se responsabilizaba a Beltrán de la Cueva de los males del reino; se exigía que Alfonso (de 11 años), fuera reconocido como heredero, y fuese educado por Juan Pacheco, y la salida de la Corte de Beltrán de la Cueva. 
El rey se tambaleó, con su característica indecisión, cedió a las exigencias y claudicó finalmente ante las demandas de la nobleza: Alfonso fue jurado como heredero (¿no era que Juana había sido proclamada heredera a su nacimiento?) con la condición de que se casase con Juana. Pacheco recuperó su poder y Beltrán de la Cueva fue alejado de la corte.

Siguiente paso: destituir al rey. Se montó una ceremonia que después se conoció como La Farsa de Ávila. Sobre un gran tablado los conjurados colocaron una estatua de madera que representaba al rey vestido de luto y ataviado con la corona, el bastón y la espada reales. En la ceremonia estaban presentes los nobles conjurados, el príncipe Alfonso y multitud de curiosos.

Se celebró una misa y, una vez terminada, los rebeldes subieron al tablado y leyeron una declaración con  
todos los agravios de los que acusaban a Enrique IV. Tras el discurso, el arzobispo de Toledo le quitó a la efigie la corona, símbolo de la dignidad real. Luego el conde de Plasencia le quitó la espada, símbolo de la administración de justicia, y el conde de Benavente le quitó el bastón, símbolo del gobierno. Por último, Diego López de Zúñiga, hermano del conde de Plasencia, derribó la estatua gritando “¡A tierra, puto!”

Seguidamente subieron al infante Alfonso al tablado, lo proclamaron rey al grito de “¡Castilla, por el rey don Alfonso!” y procedieron a la ceremonia del besamanos. ¿Y Juana la Beltraneja? Para esa fecha tenía tres años.

Castilla tenía dos reyes. Se tejieron alianzas en vista de la guerra inminente. Poderosos nobles cambiaban de bando según su interés. A los tres años de su proclamación el príncipe Alfonso moría de peste (por supuesto, se sospechó veneno).

Los rebeldes se quedaron sin candidato. Reivindicaron entonces a Isabel, hermana de Alfonso y hermanastra de Enrique, como heredera del trono. Enrique, acorralado, aceptó, pero tuvo que enfrentarse con la furia de su esposa, Juana, que defendía los derechos de la Beltraneja.Marcha atrás de Enrique.

Isabel da muestras de firmeza y no resulta fácil de manejar. Está firmemente convencida de ser la sucesora
de Enrique así como de la bastardía de Juana. Para zanjar las diferencias se reúnen Enrique, Isabel y sus respectivos partidarios en un campo llamado Toros de Guisando. Allí se declaró heredera a Isabel (Juana fue nuevamente sacada de en medio) reservándose Enrique el derecho de acordar su matrimonio. La razón esgrimida para defenestrar a Juana no fue su condición de hija de otro hombre (lo que hubiera significado admitir los cuernos de Enrique) sino la falta de dispensa papal para el enlace, por motivos de consanguinidad (la dispensa existía, pero se la tachó de nula).

Todos aparentemente felices (salvo Juana) pero era todo falso. Mientras tanto, la madre de Juana, nominalmente aún esposa de Enrique, había sido separada de su hija y confinada en un castillo, donde no tardó en hacerse embarazar. Inauguró así una vida de escándalo desembozado. El rey miraba para otro lado.

A despecho de Enrique, que tenía otros planes, Isabel se casó en secreto y sin autorización con el príncipe
Fernando de Aragón.
Gran rabieta de Enrique, que pega otra voltereta  y proclama a su hija Juana como .heredera al trono, jurando públicamente que de nuevo era hija legítima. Le restituye el rango de princesa y le busca un matrimonio en consecuencia.

Resulta elegido el duque de Guyena, hermano del Rey de Francia. Se celebra el matrimonio por poderes. Desgraciadamente, al año siguiente fallece el duque de Guyena y Juana queda viuda (virgen, por supuesto) a los ocho años.

Dos años después muere el rey Enrique, presuntamente envenenado con arsénico. Dos días más tarde, la infanta Isabel se autoproclama Reina de Castilla.

Como recurso desesperado, los partidarios de Juana ofrecen la mano de ésta al rey Alfonso de Portugal, tío suyo y 31 años mayor que ella.
El portugués aparentemente acepta, ya que invade Castilla, tal vez para buscar a la novia. Se casa en 1475, pero espera la dispensa del Papa para consumar la cosa con su sobrina.
Juana intenta evitar la posible guerra civil escribiendo las siguientes frases a  las ciudades:
"Luego por los tres estados de estos dichos mis reinos,
e por personas escogidas dellos de buena fama
e conciencia que sean sin sospecha, 
se vea libre e determine por justicia a quien estos dichos mis reinos pertenecen;
porque se excusen todos rigores e rompimientos de guerra
"

Inútil intento. La llamada Guerra de Sucesión había iniciado. En mayor o menor grado, intervinieron Fernando e Isabel, Aragón, Portugal, y Francia.

En Toro tenía Juana su corte con gran magnificencia, y, al decir de sus parciales, desplegaba grandes cualidades de reina, aunque solo tuviera entonces trece años.

Después de un año de guerra el grueso del ejército portugués regresa a su tierra, marchando Juana con ellos. La guerra continúa cada vez más en favor de Isabel y Fernando.
Como reflejo de la situación, el Papa revoca la dispensa del matrimonio entre Juana y Alfonso.

Finalmente, cuatro años después de iniciada la guerra, se firman los tratados de Alcaçovas (política) y Tercerías de Moura (cuestiones sucesorias). Por estas últimas el Rey de Portugal renunciaba a la mano de su sobrina Juana, se obligaba a no apoyar las pretensiones de esta al trono de Castilla y se daba a Juana un plazo de seis meses para que eligiese entre casarse con el infante Juan, hijo de Fernando e Isabel luego de que el infante llegase a una edad  proporcionada (tenía un año de edad) o retirarse a un convento y tomar el velo. Juana elige el convento, y, con apenas 18 años,  pronuncia sus votos en un monasterio de Portugal. El
confesor de la reina Isabel le endulza el destino felicitándola por “haber elegido el mejor partido según los evangelistas”  y patochadas semejantes. ¡Para historias estaba Juana! ¡La querían casar con un bebé de un año!

Pese a estar profesa, dos años después recibe una insólita proposición de matrimonio de Francisco Febo,  heredero al trono navarro (¡vasco tozudo!). Queda en la nada, por fallecimiento del candidato al año siguiente.

En 1504 muere Isabel la Católica. Según ciertas fuentes, poco después el viudo Felipe propone matrimonio a Juana (!!!!!) para afirmarse como rey de Castilla. Por supuesto, recibe terminantes calabazas.

Y así transcurre la vida de la infortunada Beltraneja. Goza de gran libertad en el convento, sale con frecuencia y los reyes de Portugal terminan alojando a la Excelente Senhora, como la llaman, en el castillo de San Jorge, con grandes comodidades y ceremonial. A los 68 años, se dio el gusto de sobrevivir ampliamente a su gran rival, Isabel. Hasta el fin de sus días, firmaba sus cartas como Yo, la Reina.

Infortunadamente, el 1755 se  produjo en Lisboa un gran terremoto con la casi destrucción de la ciudad. Se perdieron allí los restos de Juana, impidiéndose así cualquier prueba de ADN que hubiera podido esclarecer su auténtica paternidad.
                                                                                                                                                                   
La trágica historia de Juana pierde notoriedad frente a la inmensa  sombra de Isabel la Católica, pero analizada aisladamente refleja un destino infortunado y heroico no exento de grandeza.

Hasta mediados de abril, amigos.



¡cliquea aquí para leer todo!