Los conflictos comenzaron cuando se incrementó el número de cristianos y los romanos comenzaron a notar su presencia. Como una medida para ellos lógica, las autoridades exigieron que los cristianos adoraran a los emperadores endiosados, cosa a lo que éstos se negaron con horror. Esto los colocó al margen de la ciudadanía y prácticamente considerados como subversivos. Los ciudadanos empezaron a sentir desconfianzas que hábiles propagandistas explotaban debidamente, como más tarde se ha hecho contra los judíos. Se empezó a decir que hacían exorcismos y magias, que bebían sangre romana, que veneraban a un asno, que traían mal de ojo. Profesar la nueva fe se convirtió en delito capital. Por el año 200 comenzaron las persecuciones en serio, y se hicieron sistemáticas durante todo ese siglo. Por supuesto, los cristianos contraatacaron a través de sus predicadores, calificando a Roma de nueva Babilonia y negando la autoridad del Cesar.
Semejante enfrentamiento dio fuerza a los cristianos, multiplicó su número y los prestigió por su valor y costumbres rectas y honradas.
Así llegamos a comienzos del siglo IV. La desorganización del imperio era tal que llegaron a existir siete emperadores simultáneos, cada uno con un adjunto. Para no complicarlos con este galimatías, diremos que Flavio Valerio Aurelio Constantino, por supuesto al frente de su ejército, fue eliminando por el combate, el simple asesinato o la suerte a toda esa maraña de emperadores y se vio como único dueño del imperio. Su mando duró 31 años, los que aprovechó para ordenar el caos existente. Entre otras cosas, trasladó la capital del imperio de Roma a Bizancio, a la que llamó Nueva Roma (qué original) y que más tarde se llamó Constantinopla (más originalidad). Aparte de su obra como gobernante, lo que nos interesa es su simpatía por el cristianismo.
No sabemos exactamente a qué se debió su convencimiento. Se aduce que su madre era cristiana, aunque los historiadores religiosos relatan un pintoresco episodio. Se dice que antes de una de sus batallas por la conquista del imperio frente a Majencio, su oponente de turno, vio en el cielo una cruz frente al sol. Tras esto, tuvo un sueño en el que se le ordenaba poner un nuevo símbolo en su estandarte, con la inscripción «In hoc signo vinces» («Con
este signo vencerás»). Mandándolo pintar de inmediato en los escudos de su ejército, venció a Majencio. Agradecido por la carnicería producida con la ayuda de la cruz, Constantino comenzó a mirar con buenos ojos esto del cristianismo. No se bautizó, sin embargo, hasta su lecho de muerte, y llevó una vida bastante poco cristiana. Por ejemplo, no dudó en asesinar a su mujer y a su hijo por una cuestión de celos pero, cosa fundamental, levantó las interdicciones que trababan a los cristianos, y a través del edicto de Milán declaró al cristianismo religión lícita, con lo que restablecía a los seguidores en sus derechos de ciudadanos. Ahora llegó el turno para los cristianos de saciar su resentimiento de larga data. De perseguidos pasaron a perseguidores, dándose casos de verdadera ferocidad.
No contento con eso, Constantino se entremetió en asuntos de la incipiente iglesia católica, de los que no entendía un pito, aunque convocó y supervisó un concilio en Nicea, donde prácticamente se definió la esencia y los
dogmas de la religión católica como hoy la conocemos. Hacía falta, porque las herejías hacían estragos.
A su muerte se produjo el consiguiente caos sucesorio. Aunque los aspirantes a emperadores eran ahora católicos, no tuvieron escrúpulos en asesinarse empeñosamente y en cantidad, no respetando a familias ni parientes. De este desastre quedó como único sobreviviente Flavio Claudio Juliano, que asumió como Juliano. Había tenido una juventud retirada (por eso se salvó de la degollina), dedicándose a los estudios de filosofía griega y aficionándose grandemente a los poetas clásicos. Parece ser que era en general una buena persona, mesurado y libre de los acostumbrados arrebatos de crueldad. Un filósofo, en suma.
Probablemente impactado por los asesinatos mafiosos cometidos por sus cristianos parientes, e influido por los ideales clásicos, le tomó ojeriza no tanto al cristianismo como a los cristianos, viéndolos fanáticos, sectarios y violentos. Volvió a desposeerlos de sus derechos, los combatió por medio de persecuciones (incruentas, eso sí), les quitó los subsidios que había otorgado Constantino; en una palabra les hizo la vida imposible. El error de Juliano fue el de querer dar marcha atrás al reloj de la historia. Los cristianos ya estaban suficientemente
consolidados y organizados, en parte gracias a Constantino, como para soportar sin grandes problemas estos ataques.
Un ejemplo de la relativa impotencia de Juliano lo constituyó su intento de reconstruir el templo de Salomón en Jerusalén. El templo había sido construido por Salomón y destruido por el romano Tito en el año 70 DC. Sus ruinas constituían un objeto de veneración para los judíos, y Jesús había profetizado que no quedaría piedra sobre piedra del templo y no se levantaría jamás. Tanto como para burlarse de los cristianos desautorizando las palabras de Jesús, Juliano ordenó reconstruir el templo.
Y aquí comienzan las fábulas: según el historiador pagano Amiano Marcelino terribles bolas de fuego salieron de las proximidades de los cimientos y quemaron a los obreros; según el cristiano Ambrosio, aquellos que estaban quitando los escombros entre los restos del templo fueron quemados por un fuego divino. Cien años más tarde, el también cristiano Teodoreto menciona el fuego que salió de los cimientos y que quemó a los obreros, pero no se contenta con esto, y habla también de la tierra retirada durante el día que volvía a su lugar por sí misma durante la noche, de vientos violentos y de un gran terremoto que precedió a la salida del fuego de la tierra, de la caída de un pórtico bajo el cual algunos trabajadores estaban durmiendo y de la aparición en el cielo de una cruz luminosa y de cruces negras en los vestidos de los judíos. Aquí presumo la mano “piadosa” de algunos interpoladores.
Por supuesto, Juliano desistió de sus proyectos edilicios y se dedicó a lo que sabía hacer: la guerra. Partió contra los persas y le iba bastante bien hasta que un día de mucho calor se le ocurrió la peregrina idea de sacarse la coraza. Prontamente fue alcanzado en la espalda por la jabalina de un soldado al servicio de los persas. La tradición histórica posterior no tuvo inconveniente en aceptar la versión de que el soldado que dio muerte al Emperador era cristiano.
Y así murió Juliano, con el hígado atravesado. Por supuesto, los “historiadores” posteriores echaron a rodar la leyenda de que, antes de morir, Juliano arrancó la lanza de su cuerpo y la arrojó hacia el cielo, exclamando “¡Venciste, galileo!” Ya esto pasa de increíble y roza lo ridículo.
Posteriormente a Juliano se retomó el apoyo a los cristianos, hasta que el emperador Teodosio, en el año 380, declaró al cristianismo católico la única religión imperial legítima.
Como la historia la escriben los vencedores, a Constantino y a Teodoro se le otorgó el título de “el grande” y a Juliano el de “el apóstata” y así pasaron a la posteridad.
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