Los hombres hacen cualquier locura, llegan a increíbles extremos, para demostrar su amor por una mujer. Allá por el siglo XIII, entre la clase noble de Europa hacía estragos la costumbre del amor cortés, consistente en demostrar a los cuatro vientos el delirio amoroso que poseía a un caballero. Este enardecimiento, puramente platónico, eso sí, (lo contrario era considerado vulgar) iba a veces dirigido a mujeres respetablemente casadas, con el beneplácito de los maridos, (la costumbre así lo exigía) los que a menudo declamaban también su delirante amor por…otra dama.
Por supuesto, las damas no se comprometían a ninguna recompensa corporal; un trovador del siglo XII expresa:
“¿Acaso las hazañas que realicé no merecen recompensa?”
“Tranquilízate”, replica la dama. “Recibirás tu recompensa y serás feliz”.
“¿Cuál será mi premio, noble dama?”
“Tu creciente fama y la mayor exaltación de tu espíritu son recompensa suficiente”.
Y eso era todo. Durante siglos no advirtió que este “espíritu más exaltado” era indicio de una pasión más bien unilateral.
He aquí un breve muestrario de las encantadoras comparaciones que los caballeros del amor utilizaban para dirigirse a la dama elegida:
“Oh, Estrella de la Mañana, Capullo de Mayo, Rocío de las Lilas, Hierba del Paraíso, Racimo de Otoño, Jardín de Especias, Atalaya de Alegrías, Delicia Estival, Fuente de Felicidad, Foresta Florida, Nido de Amor del corazón, Valle de Placeres, Reparadora Fuente de Amor, Canción del Ruiseñor, Arpa del Alma, Pascua Florida, Perfume de Miel, Consolación Eterna, Peso de la Bienaventuranza, Prado Florido, Dulce Limosna, Cielo de los Ojos...etc... etc...”. Ofrezco desinteresadamente estas flores retóricas para que mis lectores conquisten, o no, la admiración de sus amadas.
Las mujeres se prestaban alegremente a estas sandeces, ya que al verse así glorificadas se redimían de siglos de sumisión conyugal, llegando a veces a extremos como el que relataré a continuación, lindantes con la enfermedad mental (bueno, el amor es una enfermedad mental, ¿no?)
Un manuscrito único, escrito en el siglo XIII, contiene la historia de Ulrich von Lichtenstein, tal vez el peor de todos los tontos que se enamoraron de las mujeres y las sirvieron. Ulrich von Lichtenstein fue un rico noble de Austria. Murió en 1276. Su tumba se conserva aún hoy. Por lo menos sabemos que el héroe existió, aunque sus hazañas pueden haber sido exageradas…
Era un jovenzuelo cuando se enamoró de una dama de alcurnia, cuya compañía buscaba constantemente. En su condición de paje de noble cuna tenía acceso a las habitaciones de las damas, donde a veces se bebía el agua en que su adorada se había lavado las manos. Es difícil establecer quién fue esa dama, pero esperemos que tuviese las manos limpias. El joven prometía.
Cuando fue armado caballero, el joven Ulrich se consideró obligado a elegir una dama para servirla. Por lo visto, eligió mal, porque a partir de entonces su vida fue un calvario a manos de su coqueta adorada. No conocemos su nombre, pero sus hechos la muestran como la más conocedora del sadismo implícito en el amor cortés.
Ulrich comenzó por declararle su pasión en tiernas canciones. Estas eran hermosas, contestó la bella, y predisponían al amor, pero ella no necesitaba un caballero, así que ni soñara en ser aceptado jamás porque, entre otras cosas, en el labio superior de don Liechtenstein se formaba una fea protuberancia. De acuerdo a las normas del juego amoroso, la noble dama alternaba el rechazo con los elogios.
Inmediatamente UIrich llamó al más hábil cirujano de la ciudad para que le operara el labio. (Seguramente fue el primer caso que la historia registra de cirugía plástica). Un auténtico caballero no podía perderse la oportunidad de soportar la tortura sin un solo quejido, en homenaje a su dama. Von Lichtenstein rehusó dejarse maniatar (la anestesia no existía); se sentó en un banco, y no hizo un gesto ni emitió un solo grito mientras el cirujano reducía el labio a proporciones más normales.
La operación tuvo éxito, pero el infeliz paciente debió pasar seis meses hasta que la herida curó completamente. Entretanto, no podía comer ni beber; tenía los labios cubiertos por un horrible ungüento, y no lograba retener nada en el estómago. “Mi cuerpo sufría”, escribe el incorregible enamorado, “pero mi corazón estaba feliz”.
Con su nueva cara, se encontró con la bella, pero en su presencia ella se apartó fingiendo desagrado y el caballero se apabulló tanto que no pudo pronunciar palabra. Finalmente, luego de varios inútiles intentos, se inclinó desolado para despedirse, y ella le tiró ferozmente del pelo, arrancándole un mechón de cabellos. “Esto, por vuestra cobardía”, le susurró.
Con este comienzo, fácil es de prever la continuación. Ulrich se lanzó a un frenesí de torneos en alarde de su dama. Ganó casi todos, porque era fuerte y hábil, pero en un lance estuvo a punto de perder el meñique. Ya curado, al enterarse que su dama lo recriminaba por no haber perdido el dedo por su amor, se lo cortó de un hachazo y lo envió en un exquisito cofrecillo como delicado obsequio. La dama recibió el regalito con asco, esta vez no fingido. “¡Dios mío!“, exclamó, “¡Jamás creí que un hombre sensato pudiese cometer semejante tontería!” Pero se apresuró a agregar: “Decid al noble caballero que guardaré el cofrecillo en mi cajón, y que diariamente contemplaré su dedo meñique; pero que no crea que se ha acercado a su meta ni siquiera el grosor de un cabello; ¡pues aunque me sirviera durante mil años sería tiempo perdido!”
¡Con la constancia se mueven montañas! La idea esta vez fue vestir ropas de mujer (encima de la armadura, claro) y recorrer las ciudades proclamando que “La diosa Venus desafiaba a todos los caballeros a romper lanzas con Ella. A quien lo hiciera, lo recompensará con un anillo de oro. Que el caballero envíe el anillo a la dama de su corazón; pues dicho anillo posee el mágico poder de engendrar en el corazón de los destinatarios auténtico amor por los remitentes. Pero si en el torneo la Diosa Venus venciera al caballero, será obligación de éste inclinarse hacia los cuatro rincones de la tierra en honor de cierta dama”.
Lejos de meter al pobre Ulrico en una camisa de fuerza o llevarlo al manicomio, la nueva aventura fue recibida con entusiasmo general. Cuando leemos la descripción de la “gira de Venus”, sólo hallamos universal aprobación. La “Diosa” fue recibida solemnemente a lo largo de la ruta, y ni un solo caballero esquivó el enfrentamiento. El resultado final fue por demás impresionante: Ulrich, en su atuendo venusiano, rompió trescientas siete lanzas, y distribuyó entre sus adversarios doscientos setenta anillos de oro.
En una aldea, no lejos de su propio castillo, después del torneo la Diosa Venus recuperó su condición masculina. He aquí el relato de UIrich: “Entonces, en compañía de un servidor de confianza, salí al campo y visité a mi querida esposa, que me recibió muy amablemente y se sintió muy complacida de mi visita. Allí pasé dos días magníficos, fui a misa el tercero, y rogué a Dios que preservara mi honor, como lo había hecho siempre. Me despedí afectuosamente de mi esposa, y con el corazón fortalecido regresé a reunirme con mis compañeros.”
Allí nos enteramos de que Ulrico era casado y padre de cuatro hijos, sin aparente incompatibilidad con su devoción por ajenas perfecciones. Buenas costumbres que hoy día se han perdido.
Para abreviar: luego de vaivenes de aceptación y desprecio, sabiamente calculados para enloquecer a Ulrico, la dama lo citó para una entrevista personal, pero con una condición: debía disfrazarse de mendigo y esperar limosna con los miserables y enfermos a la entrada del castillo. Ni aún así se dio cuenta el embobado caballero; pasó varios días entre apestados y leprosos, mojado y helado. Finalmente, recibió el mensaje de esperar esa noche al pie de la ventana, sin la ropa de mendigo (o sea con ropa interior).
Por supuesto, las damas no se comprometían a ninguna recompensa corporal; un trovador del siglo XII expresa:
“¿Acaso las hazañas que realicé no merecen recompensa?”
“Tranquilízate”, replica la dama. “Recibirás tu recompensa y serás feliz”.
“¿Cuál será mi premio, noble dama?”
“Tu creciente fama y la mayor exaltación de tu espíritu son recompensa suficiente”.
Y eso era todo. Durante siglos no advirtió que este “espíritu más exaltado” era indicio de una pasión más bien unilateral.
He aquí un breve muestrario de las encantadoras comparaciones que los caballeros del amor utilizaban para dirigirse a la dama elegida:
“Oh, Estrella de la Mañana, Capullo de Mayo, Rocío de las Lilas, Hierba del Paraíso, Racimo de Otoño, Jardín de Especias, Atalaya de Alegrías, Delicia Estival, Fuente de Felicidad, Foresta Florida, Nido de Amor del corazón, Valle de Placeres, Reparadora Fuente de Amor, Canción del Ruiseñor, Arpa del Alma, Pascua Florida, Perfume de Miel, Consolación Eterna, Peso de la Bienaventuranza, Prado Florido, Dulce Limosna, Cielo de los Ojos...etc... etc...”. Ofrezco desinteresadamente estas flores retóricas para que mis lectores conquisten, o no, la admiración de sus amadas.
Las mujeres se prestaban alegremente a estas sandeces, ya que al verse así glorificadas se redimían de siglos de sumisión conyugal, llegando a veces a extremos como el que relataré a continuación, lindantes con la enfermedad mental (bueno, el amor es una enfermedad mental, ¿no?)
Un manuscrito único, escrito en el siglo XIII, contiene la historia de Ulrich von Lichtenstein, tal vez el peor de todos los tontos que se enamoraron de las mujeres y las sirvieron. Ulrich von Lichtenstein fue un rico noble de Austria. Murió en 1276. Su tumba se conserva aún hoy. Por lo menos sabemos que el héroe existió, aunque sus hazañas pueden haber sido exageradas…
Era un jovenzuelo cuando se enamoró de una dama de alcurnia, cuya compañía buscaba constantemente. En su condición de paje de noble cuna tenía acceso a las habitaciones de las damas, donde a veces se bebía el agua en que su adorada se había lavado las manos. Es difícil establecer quién fue esa dama, pero esperemos que tuviese las manos limpias. El joven prometía.
Cuando fue armado caballero, el joven Ulrich se consideró obligado a elegir una dama para servirla. Por lo visto, eligió mal, porque a partir de entonces su vida fue un calvario a manos de su coqueta adorada. No conocemos su nombre, pero sus hechos la muestran como la más conocedora del sadismo implícito en el amor cortés.
Ulrich comenzó por declararle su pasión en tiernas canciones. Estas eran hermosas, contestó la bella, y predisponían al amor, pero ella no necesitaba un caballero, así que ni soñara en ser aceptado jamás porque, entre otras cosas, en el labio superior de don Liechtenstein se formaba una fea protuberancia. De acuerdo a las normas del juego amoroso, la noble dama alternaba el rechazo con los elogios.
Inmediatamente UIrich llamó al más hábil cirujano de la ciudad para que le operara el labio. (Seguramente fue el primer caso que la historia registra de cirugía plástica). Un auténtico caballero no podía perderse la oportunidad de soportar la tortura sin un solo quejido, en homenaje a su dama. Von Lichtenstein rehusó dejarse maniatar (la anestesia no existía); se sentó en un banco, y no hizo un gesto ni emitió un solo grito mientras el cirujano reducía el labio a proporciones más normales.
La operación tuvo éxito, pero el infeliz paciente debió pasar seis meses hasta que la herida curó completamente. Entretanto, no podía comer ni beber; tenía los labios cubiertos por un horrible ungüento, y no lograba retener nada en el estómago. “Mi cuerpo sufría”, escribe el incorregible enamorado, “pero mi corazón estaba feliz”.
Con su nueva cara, se encontró con la bella, pero en su presencia ella se apartó fingiendo desagrado y el caballero se apabulló tanto que no pudo pronunciar palabra. Finalmente, luego de varios inútiles intentos, se inclinó desolado para despedirse, y ella le tiró ferozmente del pelo, arrancándole un mechón de cabellos. “Esto, por vuestra cobardía”, le susurró.
Con este comienzo, fácil es de prever la continuación. Ulrich se lanzó a un frenesí de torneos en alarde de su dama. Ganó casi todos, porque era fuerte y hábil, pero en un lance estuvo a punto de perder el meñique. Ya curado, al enterarse que su dama lo recriminaba por no haber perdido el dedo por su amor, se lo cortó de un hachazo y lo envió en un exquisito cofrecillo como delicado obsequio. La dama recibió el regalito con asco, esta vez no fingido. “¡Dios mío!“, exclamó, “¡Jamás creí que un hombre sensato pudiese cometer semejante tontería!” Pero se apresuró a agregar: “Decid al noble caballero que guardaré el cofrecillo en mi cajón, y que diariamente contemplaré su dedo meñique; pero que no crea que se ha acercado a su meta ni siquiera el grosor de un cabello; ¡pues aunque me sirviera durante mil años sería tiempo perdido!”
¡Con la constancia se mueven montañas! La idea esta vez fue vestir ropas de mujer (encima de la armadura, claro) y recorrer las ciudades proclamando que “La diosa Venus desafiaba a todos los caballeros a romper lanzas con Ella. A quien lo hiciera, lo recompensará con un anillo de oro. Que el caballero envíe el anillo a la dama de su corazón; pues dicho anillo posee el mágico poder de engendrar en el corazón de los destinatarios auténtico amor por los remitentes. Pero si en el torneo la Diosa Venus venciera al caballero, será obligación de éste inclinarse hacia los cuatro rincones de la tierra en honor de cierta dama”.
Lejos de meter al pobre Ulrico en una camisa de fuerza o llevarlo al manicomio, la nueva aventura fue recibida con entusiasmo general. Cuando leemos la descripción de la “gira de Venus”, sólo hallamos universal aprobación. La “Diosa” fue recibida solemnemente a lo largo de la ruta, y ni un solo caballero esquivó el enfrentamiento. El resultado final fue por demás impresionante: Ulrich, en su atuendo venusiano, rompió trescientas siete lanzas, y distribuyó entre sus adversarios doscientos setenta anillos de oro.
En una aldea, no lejos de su propio castillo, después del torneo la Diosa Venus recuperó su condición masculina. He aquí el relato de UIrich: “Entonces, en compañía de un servidor de confianza, salí al campo y visité a mi querida esposa, que me recibió muy amablemente y se sintió muy complacida de mi visita. Allí pasé dos días magníficos, fui a misa el tercero, y rogué a Dios que preservara mi honor, como lo había hecho siempre. Me despedí afectuosamente de mi esposa, y con el corazón fortalecido regresé a reunirme con mis compañeros.”
Allí nos enteramos de que Ulrico era casado y padre de cuatro hijos, sin aparente incompatibilidad con su devoción por ajenas perfecciones. Buenas costumbres que hoy día se han perdido.
Para abreviar: luego de vaivenes de aceptación y desprecio, sabiamente calculados para enloquecer a Ulrico, la dama lo citó para una entrevista personal, pero con una condición: debía disfrazarse de mendigo y esperar limosna con los miserables y enfermos a la entrada del castillo. Ni aún así se dio cuenta el embobado caballero; pasó varios días entre apestados y leprosos, mojado y helado. Finalmente, recibió el mensaje de esperar esa noche al pie de la ventana, sin la ropa de mendigo (o sea con ropa interior).
De la ventana bajó una soga de sábanas y una canasta, y allí se aferró nuestro galán para que lo elevaran hasta el paraíso, o sea el salón de la amada. Ella lo recibió muy amable entre varias damas, pero parece que los días entre leprosos habían inflamado al caballero, que como recompensa pidió algo tangible, preferentemente en posición horizontal. ¡Horror! Bueno, eso podría arreglarse, pero deberían salir las damas acompañantes y prepararse el ambiente. Mientras tanto, para demostrar su constancia, Ulrico debería salir nuevamente por la ventana y esperar, colgado de las serviciales sábanas. Ligeramente desconfiado, el futuro amante exigió que mientras tanto, pudiera retener la mano de la bella entre las suyas (y, de paso, agarrarse). Así suspendido, escuchó que la Bondadosa señora le dijo: “veo que merecéis mis favores… besadme ahora”. Loco de pasión, Ulrich elevó sus labios…y liberó la mano. En ese instante soltaron la cuerda, y allí cayó Ulrich.
Cuenta el relato que ni aún así este zopenco se convenció de que lo estaban tomando por tonto, y siguió escribiendo versos, hasta que finalmente (no se especifica por qué) llegó a la astuta conclusión de que la Fuente de Felicidad no merecía sus atenciones y nunca lo aceptaría como caballero servidor. Tardó varios años, (si contar el meñique que le regaló y las fracturas de la caída) en darse cuenta y, supongo, volvió con su esposa y sus múltiples hijos, convencido de haber pasado a la historia. Y pasó, pero como modelo de estúpidos.
Este fue un extremo de amor cortés; por la caricatura se aprecia el original. ¿Nos habremos librado de ello o aún quedan rastros y no lo percibimos? Que cada uno analice su comportamiento con el sexo opuesto, y tire la piedra el libre de pecado.
Cuenta el relato que ni aún así este zopenco se convenció de que lo estaban tomando por tonto, y siguió escribiendo versos, hasta que finalmente (no se especifica por qué) llegó a la astuta conclusión de que la Fuente de Felicidad no merecía sus atenciones y nunca lo aceptaría como caballero servidor. Tardó varios años, (si contar el meñique que le regaló y las fracturas de la caída) en darse cuenta y, supongo, volvió con su esposa y sus múltiples hijos, convencido de haber pasado a la historia. Y pasó, pero como modelo de estúpidos.
Este fue un extremo de amor cortés; por la caricatura se aprecia el original. ¿Nos habremos librado de ello o aún quedan rastros y no lo percibimos? Que cada uno analice su comportamiento con el sexo opuesto, y tire la piedra el libre de pecado.
Nos encontraremos a mediados de abril.
Fuente: Paul Tabori - Historia de la estupidez humana
Fuente: Paul Tabori - Historia de la estupidez humana
3 comentarios:
Muy bueno mi estimado!
Para el próximo, por favor si podría cambiar el color de fondo y de fuente, que al leer blanco sobre negro queda uno más bobo que Ulrico.
Espero el siguiente.
Se agradece el comentario. Tendré en cuenta el pedido. Consultaré mi paleta de colores.
Jorge, gracias por la info del Cid y por os elogios. De paso, post muy interesante. Saludos!
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