Nuestro héroe Ulrich von Liechtenstein, el campeón de la estupidez
caballeresca, culminó finalmente sus andanzas de travestido venusino con
armadura. Su eterna amada frívola condescendió esta vez a un premio por sus
locuras: le envió un anillo y un mensaje a través de un intermediario: “Ella
comparte la alegría de vuestra gloria”, decía el mensaje, “y ahora acepta
vuestros servicios, y como voto os envía el anillo”. ¡Al fin! Ulrich
experimentó el éxtasis... pero por poco tiempo. Si hubiera conocido las reglas
y la perfidia de su amada habría previsto el próximo movimiento: a los pocos
días apareció nuevamente el intermediario con cara sombría. “Vuestra dama ha
descubierto que os entretenéis con otras mujeres; esta fuera de sí de cólera, y
reclama la devolución del anillo, pues os considera indigno de llevarlo”.
Confiesa sin pudor Ulrich en sus memorias que rompió en llanto
incontrolable, confortado por su barbado y también lloroso mayordomo (delicioso
espectáculo). Típicamente, volcó su desesperación en amargos versos que
previsiblemente envió a su cruel dueña. Y luego, dice en su relato: “Me separé
dolorido de mi mensajero; y visité a mi querida esposa, a quien amo más que a
nadie en el mundo, a pesar de que elegí por señora a otra dama. Y con ella pasé
diez días felices, antes de continuar viaje bajo mi carga de aflicción”.
Incomprensible y, si no fuese una autobiografía, increíble. De este tipo se
puede esperar cualquier cosa. La esposa debía ser una santa (o una zorra).
Finalmente, la cumbre: otro mensaje de la dama manifestándose
conmovida por los versos y citándolo, felicidad suprema, a una entrevista
personal. Las condiciones eran duras: Ulrich debía acudir disfrazado y, para
evitar ser descubierto, había de mezclarse con los mendigos que se apiñaban al
pie de las murallas del castillo hasta ser llamado. A todo accedió el
caballero. Se vistió de harapos, soportó su asco y sufrió privaciones durante
días hasta que llegó la ansiada señal: a determinada hora de la noche debería
apostarse bajo la ventana de los aposentos con una antorcha en la mano. Se quitó las ropas de mendigo y, en
camisa y aterido, vio bajar una plataforma sostenida por sábanas anudadas. El
caballero puso el pie en ella y se sintió elevado hasta la ventana por gentiles
pero firmes manos femeninas. Apenas entró en la cámara le echaron sobre los
hombros una capa de seda recamada de oro, y lo llevaron a presencia de la dama.
Después de tantos años de fatigas, estaban al fin en el umbral de la bienaventuranza.
Allí perdió Ulrich el tino y exigió de inmediato la recompensa a
su constancia. Nada menos que el beiligen auf Glauben. En esencia, consistía en
lo siguiente: se permitía al caballero acostarse junto a su dama durante una
noche entera, ambos desnudos... pero sólo “dentro de los límites de la virtud y
del honor”. Debía jurar que no intentaría lesionar la castidad de la dama, y
generalmente se cumplía el juramento. Una retorcida tortura, más que una
recompensa.
Sorprendentemente, la dama aceptó encantada pero el caballero
debería demostrar primero su lealtad. Para ello debería subir nuevamente a la
plataforma, ser bajado un trecho y mantenerse así por unos instantes como
muestra de perseverancia. Más estúpido que de costumbre, Ulrich se prestó aún a
esta burda condición. Sucedió lo previsible; una vez colgado el incauto,
soltaron las sábanas y allí fue a dar con sus huesos al foso el enamorado
galán.
¡Y ni siquiera esta experiencia enfrió su ardor! La dama inventó
una explicación, y Ulrich continuó escribiendo versos, hasta que llegó el
desastre final. El diario no explica qué hizo la dama, pero debió haber sido
algo terrible, porque el propio Ulrich afirma que fue imposible perdonarla.
Sospecho además que tras todos estos años
la dama debía haber perdido gran parte de sus encantos y ganado arrugas
variadas, pero Ulrich, siempre caballero, no lo dice.
Y así acabó su servicio a la dama, pues (según propias palabras de
Ulrich), sólo un loco podía servir indefinidamente sin ninguna esperanza de recompensa”.
Lo cual, en todo caso, demuestra que este idiota del amor se creía
hombre discreto.
Esta historia es, por supuesto, extrema. No todos los caballeros
llegaban a tales niveles de imbecilidad, pero el principio era válido. El “fine
amour” se basaba en estos extremos. No debe confundirse con el “loco amor” que
usualmente terminaba en la cama (nada de beiligen) y por eso se consideraba
casi de mal gusto y pecaminoso, como un desvarío de los sentidos, y que
corresponde al violento enamoramiento que hoy sufrimos con frecuencia. Las
consecuencias eran usualmente trágicas.
Para quien haya leído los tres post y la historia completa de este
caballero, les parecerá una invención de punta a punta. Es imposible que un
hombre sea tan imbécil y que la sociedad lo acompañe y lo aplauda. El
comportamiento de los protagonistas es típico de novela cómica. Sin embargo,
existen las mayores seguridades de que se trata de hechos reales en su
totalidad. La biografía existe, y fue citada como verídica en su época, o sea
que hubo gente que conocía personalmente a Ulrich y no lo desmintió. Es como si
los personajes de una comedia satírica salieran a la calle para alternar con el
público. Fascinante.
Para finalizar, los que hayan leído el Quijote (cada vez menos,
por desgracia) se darán cuenta de dónde sacó Cervantes el argumento. Las
gansadas que ejecuta el manchego por Dulcinea son del mismo caletre que las de
Ulrich “von la Mancha ”, lo que garantiza
la credibilidad de ambos. La realidad imita a la ficción. O a la inversa, en
este caso.
Alégrense. Hoy fui breve. Veremos cómo me portaré a mediados de
noviembre, en el próximo post. Hasta entonces.
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