Veamos el siglo IX. Reconozcamos que era el fondo del pozo en la historia de Europa. Todo lo peyorativo que implica la palabra “medieval” se puede aplicar a esa época. Los bárbaros aún no civilizados se estaban desparramando impunemente por Europa; de entre ellos había surgido un enérgico líder con cierta visión, Carlomagno, que arrasó con todas las tribus circundantes, construyendo un poderoso reino, el de los Francos.
Para poder hacerlo impunemente, y mantenerse, se apoyó en la Iglesia. Esta pretendía una supremacía espiritual sobre todo el mundo civilizado, basada en la herencia de Cristo, pero también pretendía convertirse en el árbitro de los conflictos temporales entre los reyes, emperadores y reyezuelos, ejerciendo un poder supranacional, como diríamos hoy. En esa línea, procuró revivir el extinto Imperio Romano otorgándoselo a Carlomagno a cambio de su apoyo militar. Se formó así una sociedad que funcionó... mientras vivió Carlomagno.
Para poder hacerlo impunemente, y mantenerse, se apoyó en la Iglesia. Esta pretendía una supremacía espiritual sobre todo el mundo civilizado, basada en la herencia de Cristo, pero también pretendía convertirse en el árbitro de los conflictos temporales entre los reyes, emperadores y reyezuelos, ejerciendo un poder supranacional, como diríamos hoy. En esa línea, procuró revivir el extinto Imperio Romano otorgándoselo a Carlomagno a cambio de su apoyo militar. Se formó así una sociedad que funcionó... mientras vivió Carlomagno.
Enseguida todo se derrumbó. Descendientes del fallecido emperador se masacraron prolijamente, con el Papa de turno tomando partido por uno o por otro, excomulgando a los contrarios y coronando a los aliados. El encarnizamiento era a muerte, y duró cerca de seiscientos años.
En el mencionado siglo IX el Papado llegó a lo que aún historiadores católicos consideran su punto más bajo. No sólo la simonía (venta de cargos eclesiásticos) sino toda clase de intrigas y violencias, condimentadas con lujuria, vicios de todas clases y una ambición que no reparaba en medios, campeaban en la maltrecha Iglesia. Basta con mencionar que en diez años se sucedieron 11 Papas, siendo el asesinato la forma más frecuente de desaparición. Los controvertidos candidatos al Imperio, aliados con las distintas facciones romanas, intervenían sangrientamente en la elección y estabilidad papales.
Bueno, ya tenemos el encantador fondo. Vayamos a un caso concreto.
Año 891. Un obispo de Porto, ciudad cercana a Roma inexistente en la actualidad, es elegido Papa. Su nombre es Formosus, y goza de fama de eficiente negociador. Como persona, es de costumbres moderadas (nada de los vicios comunes en la época) pero se encuentra inevitablemente enredado en los conflictos por las candidaturas al funesto Sacro Imperio Romano Germánico.
En ese momento hay dos contendientes, Lamberto de Spoleto y Arnolfo de Carintia, ambos descendientes de Carlomagno con derechos más o menos fundados.
Al asumir Formoso, Lamberto, sus tropas y sus partidarios se encontraban ocupando Roma, por lo que Formosus “espontáneamente” coronó emperador a Lamberto. Poco después, en un acto que lo pinta de cuerpo entero, Formosus envía emisarios a Arnolfo invitándolo a invadir Italia y presentarse en Roma para disputar la corona a Lamberto, quien nunca había gozado de las simpatías de Formoso. Recuerden que Maquiavelo aún ni soñaba en nacer, por lo que no hay cómo calificar a este innoble proceder. Después de todo, Formosus no parece ser tan virtuoso.
Llegan Arnolfo y sus tropas a Roma, arrojan a puntapiés a Lamberto y sus seguidores, y el Papa consagra emperador con toda la pompa al vencedor, olvidado de que previamente había coronado a Lamberto. Todo un lío.
El siguiente paso era obtener la sumisión del otro "emperador", Lamberto, pero la madre de éste, Agiltrude, que era más brava que su hijo, se niega a que acepte tal sumisión. Ya intervienen las mujeres, y la cosa se exacerba.
En el mencionado siglo IX el Papado llegó a lo que aún historiadores católicos consideran su punto más bajo. No sólo la simonía (venta de cargos eclesiásticos) sino toda clase de intrigas y violencias, condimentadas con lujuria, vicios de todas clases y una ambición que no reparaba en medios, campeaban en la maltrecha Iglesia. Basta con mencionar que en diez años se sucedieron 11 Papas, siendo el asesinato la forma más frecuente de desaparición. Los controvertidos candidatos al Imperio, aliados con las distintas facciones romanas, intervenían sangrientamente en la elección y estabilidad papales.
Bueno, ya tenemos el encantador fondo. Vayamos a un caso concreto.
Año 891. Un obispo de Porto, ciudad cercana a Roma inexistente en la actualidad, es elegido Papa. Su nombre es Formosus, y goza de fama de eficiente negociador. Como persona, es de costumbres moderadas (nada de los vicios comunes en la época) pero se encuentra inevitablemente enredado en los conflictos por las candidaturas al funesto Sacro Imperio Romano Germánico.
En ese momento hay dos contendientes, Lamberto de Spoleto y Arnolfo de Carintia, ambos descendientes de Carlomagno con derechos más o menos fundados.
Al asumir Formoso, Lamberto, sus tropas y sus partidarios se encontraban ocupando Roma, por lo que Formosus “espontáneamente” coronó emperador a Lamberto. Poco después, en un acto que lo pinta de cuerpo entero, Formosus envía emisarios a Arnolfo invitándolo a invadir Italia y presentarse en Roma para disputar la corona a Lamberto, quien nunca había gozado de las simpatías de Formoso. Recuerden que Maquiavelo aún ni soñaba en nacer, por lo que no hay cómo calificar a este innoble proceder. Después de todo, Formosus no parece ser tan virtuoso.
Llegan Arnolfo y sus tropas a Roma, arrojan a puntapiés a Lamberto y sus seguidores, y el Papa consagra emperador con toda la pompa al vencedor, olvidado de que previamente había coronado a Lamberto. Todo un lío.
El siguiente paso era obtener la sumisión del otro "emperador", Lamberto, pero la madre de éste, Agiltrude, que era más brava que su hijo, se niega a que acepte tal sumisión. Ya intervienen las mujeres, y la cosa se exacerba.
Casualmente, a Arnolfo le da un ataque de parálisis y debe volverse a Alemania. Es el turno de Lamberto y su mamá, que entran a Roma con sus tropas.
Aquí las crónicas se vuelven confusas. El día 4 de abril del 896, día de Pascua, dicen que el Papa Formoso "moría de muerte violenta". Sus restos fueron enterrados junto con los de sus predecesores en el atrio de San Pedro.
A la muere de Formoso , se organiza un movimiento popular que eleva a la silla papal a un sacerdote de nombre Bonifacio, que asciende con el nombre de Bonifacio VI. Reinó sólo 15 días. Parece que "un ataque de gota" acabó con él (¿Se acuerdan de Juan Pablo I? La historia se repite)
Entonces el voto de los electores recayó sobre el obispo de Agnani, Esteban, que se convierte así en Esteban VI.
Éste se ve en las manos de Lamberto y su agresiva madre que, vengativos, quieren hacer algo que suene y quede marcado para siempre en la Historia. Quieren acabar con la memoria de Formoso al que odiaban profundamente.
Y la venganza fue, según todos los recopiladores de aquella época, "lo más horrendo que jamás haya podido contar la Historia". Una profanación sacrílega y la aplicación de la "damnatio memoriae" en un escenario macabro.
La damnatio memoriae (condenación de la memoria) aplicada en Roma contra Nerón y otros emperadores, consistía en borrar totalmente de la historia el nombre y los hechos del condenado. Se anulaban sus leyes, se eliminaban sus efigies, su nombre no podía ser pronunciado. Era como si nunca hubiera existido. En la actualidad, se aplicó contra Trotsky, luego contra Stalin y recientemente contra Perón, luego de su caída.
No contentos con eso, Lamberto y sobre todo su encantadora madre obligaron al Papa Esteban a juzgar al finado Formosus como acto de escarmiento. El juicio debía ser público, con el acusado presente, por lo que se exhumó a Formosus, que con nueve meses de muerto se pueden imaginar en qué estado se encontraba, se lo vistió con ropas papales, se lo sentó en un sillón, atado para que no resbalase, y se celebró la macabra farsa, conocida por la posteridad como el “sínodo sangriento” o “concilio cadavérico”.
Por supuesto, se lo condenó con cualquier cargo ridículo. El horrible cadáver fue despojado de todas sus vestiduras, se le cortaron los tres dedos con que había impartido sus bendiciones y se los quemaron arrojando sus cenizas al Tiber.
Un grupo de soldados cogió el cadáver y lo arrojó a una fosa maldita en la que yacían los cuerpos de varios condenados a muerte y algunos desconocidos.
No contentos los salvajes partidarios de Lamberto, asaltaron aquella otra tumba, desenterraron nuevamente los trajinados restos y los arrojaron al río Tíber.
Años después una crecida del Tíber arrastró el cadáver de Formoso que quedó varado río abajo entre algunas ramas, siendo encontrado por un ermitaño que lo recogió dándole cristiana sepultura (¡otra vez!). Esta noticia fue comunicada al Papa del momento (en el interin se habían sucedido tres papas, prolijamente asesinados), quien se apresuró a organizar una procesión para ir en busca del ahora venerado cuerpo, que fue nuevamente desenterrado y colocado en una caja con todos los ornamentos de su rango y llevado solemnemente hasta el Vaticano donde se le dio sepultura entre las tumbas de los Papas, en el atrio de San Pedro, como cuenta el cronista Auxilius. Es de esperar que no se lo desentierre nuevamente, porque ya se está convirtiendo en una pintoresca costumbre Vaticana.
Recapacitemos ahora: ¿qué importancia tienen algunos casos de pedofilia frente a esta lúgubre mascarada? Comparados con Esteban VI, Bonifacio XVI y sus muchachos son unas inocentes florecillas del campo. Y otra consideración; si la Iglesia Católica ha sobrevivido a semejantes acontecimientos es de presumir que perdurará por los siglos de los siglos, algo o bastante desacreditada, pero firme. Es irrompible.
Como siempre un saludo y hasta fines de abril.
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