Hablar de Leonardo como pintor, escultor, ingeniero y todas las profesiones existentes es una redundancia. Tanto se ha escrito sobre este hombre que parecería no quedar más para decir. Sin embargo, voy a resaltar dos de sus facetas menos conocidas.
Una de sus características sobresalientes era su insaciable curiosidad. Todas las cosas le interesaban sobremanera, y a todas trataba de analizar a fondo.
Comenzó como pintor, y llegó a ser muy cotizado, pero cuando trabajaba en un cuadro y llegaba, por ejemplo, a dibujar un hombro, se ensimismaba en el estudio del mismo, disecaba cadáveres, hacía cientos de croquis, descubría los mecanismos de la articulación, la distribución de venas y músculos y, claro, mientras tanto el cuadro dormía en el taller, quien lo había encargado se impacientaba, quien lo había pagado por adelantado se indignaba, y así sucesivamente. Finalmente, le llegaba otro encargo y adiós el cuadro inconcluso y el estudio anatómico, o de ingeniería, o matemático, o de cualquier cosa a la que el genial Leonardo se hubiese desviado.
Con el cuadro siguiente pasaba lo mismo. Era un problema crónico. Casi se puede decir que son más sus obras inconclusas que las finalizadas. Afrontó juicios, de los que se salvó por sus protectores, tuvo que emigrar (curiosamente, con la famosa Gioconda en su equipaje, de la que no se separaba) y así fue que recorrió todas las disciplinas, tanto es así que Lorenzo de Medici lo recomendó como “un ingeniero que también es pintor”
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Otro aspecto poco difundido de los intereses de Leonardo es su veta de cocinero. En sus tiempos de aprendiz de pintor abrió, con su amigo Botticelli, una taberna: “La enseña de las tres ranas de Sandro y Leonardo”. Decidido a refinar los bastos gustos culinarios de sus contemporáneos, Leonardo diseñó delicados platos para mejorar el aspecto y el gusto del plato principal, como ser diminutas porciones de anchoa dispuestas sobre pequeños trozos de polenta tallados en forma de hojas y flores, artísticamente dispuestos sobre el plato. El efecto fue inmediato: los parroquianos indignados se creyeron objeto de una burla y los innovadores debieron emprender la huída. Se corrió la voz y la taberna quebró.
Nuestro artista se llamó a sosiego por un tiempo, pero la tentación se presentó nuevamente: el duque de Milán, Ludovico Sforza, el Moro, lo contrató como consejero para la construcción de fortificaciones (no construyó ninguna) y maestro de festejos y banquetes de la corte. Allí Leonardo se dio el gusto de aplicar su imaginación; propuso zanahorias talladas, corazones de alcaucil, dos mitades de pepinillo sobre una hoja de lechuga y exquisiteces semejantes.
Como era de suponer, los comensales siguieron prefiriendo sus guisos múltiples, densos y abundantes, y el duque relegó a Leonardo a la tarea de amenizar las cenas, sin elaborarlas.
¿Se dio por vencido Leonardo? ¡No! Comenzó a escribir en sus famosos cuadernillos no sólo sobre la preparación de las comidas sino sobre la organización de las enormes cocinas de palacio. Despreció como bárbaras las costumbres culinarias de su época, promovió los platos simples, en los que se pudiera apreciar el gusto de cada ingrediente. En cuanto a la organización, aplicó su habitual genio analítico: estudió de qué forma, longitud y tipo deberían ser las maderas para arder mejor. Se pasó días estudiando fuegos, quemando diferentes clases de troncos, anotando el tiempo que tardaban en quemarse y la cantidad de calor que proporcionaban. Pasando a la ingeniería, inventó una cinta transportadora que, una vez cortados por una sierra circular instalada fuera de la cocina, acercaba los trozos de troncos al hogar.
Diseñó también un asador automático para evitar que los ayudantes de cocina se pasaran los días girando los espetones. Aprovechando el aire caliente que ascendía por la chimenea, accionaba una hélice que, a través de poleas y engranajes, hacía girar el espetón.
Para mantener siempre limpio el piso de la cocina enganchaba dos bueyes a un cepillo giratorio de un metro y medio de diámetro con una pala detrás para recoger lo barrido. Hasta diseñó, mas no llegó a construir, una picadora de vacas, semejante a nuestras actuales picadoras de carne, pero a escala gigantesca.
Muchas, muchas cosas más; trampas para cazar ranas (similares a las actuales trampas para roedores), música producida mecánicamente (tambores tipo caja de música) para proporcionar “música funcional” a los cocineros, ventiladores para renovar el aire, accionados por un mecanismo movido por un caballo (aire acondicionado de “un caballo de fuerza”). Todo un precursor.
Pasemos a la mesa. Es de imaginarse el estado en que quedaban los manteles luego de un festín sin tenedores basado en carnes grasientas y guisos idem. Las sobremesas transcurrían entre la mugre, literalmente. También a esto se abocó Leonardo. Propuso suministrar a los comensales antes de empezar la comida trozos de lienzo para colocar frente a sí sobre la mesa, a ser doblados y retirados al finalizar la comilona. Quedaba así la mesa razonablemente limpia. En otras palabras, inventó los manteles individuales.
No quiero olvidar sus reflexiones sobre venenos, muy adecuadas a las tormentosas épocas que se vivían. Leonardo comenzó a experimentar con su ayudante, suministrándole pequeñas cantidades de los venenos más usuales, incrementando gradualmente las dosis a fin de lograr, según su teoría, una inmunización. No se pudo llegar a ninguna conclusión debido al enérgico rechazo del ayudante, una vez enterado de que le estaban poniendo estricnina en la polenta . Lástima. El servicio doméstico nunca colaboró ciegamente.
Concluyo transcribiendo algunas reflexiones de Leonardo sobre el tema. Nos parecerán increíbles, pero reitero que para los tiempos que corrían eran de lo más apropiadas.
Un buen veneno siempre se ha de administrar al comienzo de la comida. pues actúa con más rapidez con el estómago vacío, y usado de esta manera beneficiará tanto al envenenador, que no tendrá necesidad de usar más que una pequeña dosis de su arma, como al anfitrión, que no deseará que las diversiones que haya dispuesto para la sobremesa se vean afectadas por la agonía de la víctima.
De la manera correcta de sentar a un asesino a la mesa: si hay un asesinato planeado para la comida, lo más decoroso es que el asesino tome asiento junto a aquel que será objeto de su arte, pues no interrumpirá la conversación si este hecho se limita a una zona pequeña. En verdad, la fama de Ambroglio Descarte, el principal asesino de mi señor Cesare Borgia, se debe en gran medida a la habilidad para realizar su tarea sin que lo advierta ninguno de los comensales. Después que el cadáver - y las manchas de sangre, de haberlas - haya sido retirado por los servidores, es costumbre que el asesino también se retire de la mesa pues su presencia, en ocasiones, puede perturbar las digestiones de las personas que se encuentren sentadas a su lado.
Las citas de Leonardo las extraje de Los sabores de la historia, de Víctor Hugo Ducrot, pequeño libro recomendable por su amenidad.
Advierto a mis numerosos (???) lectores fieles que omitiré mi próximo post del 15 de mayo por motivos de viaje. Hasta el 31 de mayo, entonces.
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jueves, 29 de abril de 2010
LEONARDO DA VINCI - DOS APUNTES
en 23:51
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2 comentarios:
Recordare las recomendaciones de Leonardo para la próxima cena que organice.
Saludos
De parte de los numeros lectores fieles te esperamos este fin de mes.
Gracias, Kris.
Recién llego y me encuentro con tu hermoso comentario. Espero que tu cena resulte un éxito. Aunque no lo menciona Leonardo, te aconsejo que tus "atenciones especiales" las dejes para los postres. Con un poco de suerte, todos podrán así terminar la comida tranquilos (menos uno, se entiende).
Lo de "numerosos" lectores fieles lo tomo como una muestra de gentileza de tu parte.
Un abrazo
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