Es ampliamente conocida la historia de Abelardo y Eloísa, una historia de amor y tragedia que transcurrió en el siglo XII, en Francia.
Las principales fuentes originales son, en primer lugar, la autobiografía de Abelardo, titulada significativamente Historia calamitatum, complementada por una nutrida correspondencia entre los amantes. Por supuesto, son abundantes las referencias de época, ya que el tema fue un escándalo mayúsculo.
Con el paso del tiempo se transformó la historia en una novela romántica que hizo suspirar a generaciones de mujeres. Abelardo y Eloísa fueron y son el sinónimo de amantes perfectos perseguidos por el destino.
Intentaré relatar los hechos lo más fielmente posible. En cuanto a la interpretación, pretendo darle un cariz realista y, creo, ajustada a la realidad.
Vamos. Pedro Abelardo nació en Francia en 1079, plena edad media. Desde adolescente se reveló como un prodigio de la dialéctica, o sea el arte de argumentar y discutir. Siguió los estudios tradicionales de la época y, con su gran inteligencia y habilidad polémica, se dedicó a desafiar a discusiones públicas a los más afamados profesores de la época. No solamente los apabullaba, sino que se burlaba de ellos. En una palabra, los reducía a polvo.
Esta simpática costumbre, además de darnos una pista del carácter y mala leche del sujeto, lo hizo enormemente popular entre los alumnos y antipático entre los profesores, a quienes terminaba por quitarles los alumnos en provecho propio. Escribió sabios tratados, revolucionó la enseñanza de la época, compuso canciones licenciosas.... en fin, que a los 39 años ya era un maestro ilustre y famoso en filosofía y teología.
Él mismo lo expresa: “Creía que en el mundo era yo el único filósofo” (la modestia no brillaba entre sus virtudes). Y aquí el diablo metió la cola.
Un respetable colega, Fulberto, canónigo de la Catedral de París, era tutor de una sobrina, Eloísa, hermosa joven de 17 años. Eloísa ya era famosa por lo ilustrada, casi docta, y Fulberto tiene la idea de que el prestigioso Abelardo complete su educación. Los honorarios propuestos por Abelardo: sólo comida y alojamiento con Fulberto y sobrina.
(Mi primera interpretación: Abelardo se hace integrar al hogar de Eloísa con la peor de las intenciones: la admirada Eloísa sería un trofeo digno de este presuntuoso profesor veintidós años mayor que la alumna). Pero el demonio acecha; se enamoraron rabiosamente (por lo menos, ella se enamoró como una loca; en cuanto a él, ya veremos).
Entre libro y libro, miradita va y miradita viene, no tardaron en irse a las manos.
Entre libro y libro, miradita va y miradita viene, no tardaron en irse a las manos.
Leamos lo que los protagonistas nos cuentan:
<... confié que me sería tanto mas fácil que esta niña consintiera cuanto que tenía y amaba la ciencia de las letras... > (Abelardo, Historia calamitatum)
<...Los libros permanecían abiertos, pero el amor más que la lectura era el tema de nuestros diálogos, intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían con más frecuencia a sus senos que a los libros...> (Abelardo, Historia calamitatum)
<... callada negabas, resistías con todas tus fuerzas, probabas por medio de la persuasión. Pero, sacando provecho de la debilidad de tu sexo, forcé más de una vez tu consentimiento con amenazas y golpes.> (Carta V de Abelardo a Eloísa) (y todavía se lo recuerda este caradura)
Con dos años de este atractivo método docente, Eloísa quedó embarazada (la educación sexual no era su fuerte).
Abelardo, en forma muy masculina, entró en pánico, disfrazó a Eloísa de monja y la mandó a casa de su hermana hasta que diera a luz. Al bebé lo llamaron Pedro Astrolabio sin consultarlo (Astrolabio: Antiguo instrumento en el que estaba representada la esfera celeste y se usaba para observar y determinar la posición y el movimiento de los astros). ¡Pobre criatura!
Fulberto se lo tomó muy a mal y exigió a gritos, por lo menos, casamiento. Abelardo no estaba muy convencido. Temía que el estar casado le quitara prestigio ante sus alumnos.
Fulberto se lo tomó muy a mal y exigió a gritos, por lo menos, casamiento. Abelardo no estaba muy convencido. Temía que el estar casado le quitara prestigio ante sus alumnos.
(Otra digresión: ¡qué prestigio ni qué nada! Simplemente quería sacarse de encima a Eloísa y Astrolabio). Tanto amenazó Fulberto que el seductor, a regañadientes, aceptó el sacramento pero, eso sí, prodigándose en encendidas protestas de amor por su adorada Eloísa.
A partir de este momento comienza lo inexplicable. Ahora resulta que la nena no quiere casarse. Que el matrimonio no es adecuado para intelectuales:
“No podrías ocuparte con igual cuidado de una esposa y de la filosofía. ¿Cómo conciliar los cursos escolares y las sirvientas, las bibliotecas y las cunas, los libros y las ruecas, las plumas y los husos? Quien debe absorberse en meditaciones teológicas o filosóficas ¿puede soportar los gritos de los bebés, las canciones de cuna de las nodrizas, el ajetreo de una domesticidad masculina y femenina?”
Y esta otra carta, escrita años después, donde ya la cosa aparece más grave; Eloísa parecía haber estado ya virando hacia la chifladura:
“El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida estaba de que cuanto más me humillara por ti, más grata sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo de tu gloria.”
Abelardo tuvo que ponerse firme y ordenar obediencia a Eloísa (si no, Fulberto lo mataba) y finalmente ésta accedió, pero sólo a un casamiento secreto. En el interin, Abelardo tenía sus entretenimientos, pese a estar Eloísa en un convento. Leamos una de sus cartas:
“Recuerda que poco después de nuestro matrimonio, cuando vivías retirada en el convento de monjas en Argenteuil, yo, un cierto día fui a visitarte en secreto y allí contigo mi lujuria sin moderación se satisfizo en un rincón del refectorio, a falta de un lugar....”
Pero Fulberto no estaba satisfecho. Quería reparación pública y sospechaba que Abelardo tramaba alguna diablura para deshacerse de Eloísa (tan errado no estaba, como veremos). Hombre enfurecido y expeditivo, contrató a un grupo de matones, sorprendió a Abelardo durmiendo y lo sometió a la drástica operación que transforma a toros bravos en mansos bueyes. En dos palabras, lo castró.
Al hombre, claro, le cayó muy mal y, al comprender que por causas de fuerza mayor se habían terminado sus escapadas higiénicas al convento de Eloísa le ordenó que se enclaustrara, tomara los votos definitivos y, hablando en plata, no lo fastidiara más. Eso sí, siempre con dulces palabras de amor.
A partir de este momento comienza lo inexplicable. Ahora resulta que la nena no quiere casarse. Que el matrimonio no es adecuado para intelectuales:
“No podrías ocuparte con igual cuidado de una esposa y de la filosofía. ¿Cómo conciliar los cursos escolares y las sirvientas, las bibliotecas y las cunas, los libros y las ruecas, las plumas y los husos? Quien debe absorberse en meditaciones teológicas o filosóficas ¿puede soportar los gritos de los bebés, las canciones de cuna de las nodrizas, el ajetreo de una domesticidad masculina y femenina?”
Y esta otra carta, escrita años después, donde ya la cosa aparece más grave; Eloísa parecía haber estado ya virando hacia la chifladura:
“El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz. Tan convencida estaba de que cuanto más me humillara por ti, más grata sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo de tu gloria.”
Abelardo tuvo que ponerse firme y ordenar obediencia a Eloísa (si no, Fulberto lo mataba) y finalmente ésta accedió, pero sólo a un casamiento secreto. En el interin, Abelardo tenía sus entretenimientos, pese a estar Eloísa en un convento. Leamos una de sus cartas:
“Recuerda que poco después de nuestro matrimonio, cuando vivías retirada en el convento de monjas en Argenteuil, yo, un cierto día fui a visitarte en secreto y allí contigo mi lujuria sin moderación se satisfizo en un rincón del refectorio, a falta de un lugar....”
Pero Fulberto no estaba satisfecho. Quería reparación pública y sospechaba que Abelardo tramaba alguna diablura para deshacerse de Eloísa (tan errado no estaba, como veremos). Hombre enfurecido y expeditivo, contrató a un grupo de matones, sorprendió a Abelardo durmiendo y lo sometió a la drástica operación que transforma a toros bravos en mansos bueyes. En dos palabras, lo castró.
Al hombre, claro, le cayó muy mal y, al comprender que por causas de fuerza mayor se habían terminado sus escapadas higiénicas al convento de Eloísa le ordenó que se enclaustrara, tomara los votos definitivos y, hablando en plata, no lo fastidiara más. Eso sí, siempre con dulces palabras de amor.
Tan enamorada estaba Eloísa, o tan floja de cerebro que, no teniendo otra voluntad que la de Abelardo, le hizo caso y se encerró para siempre. Con el tiempo hizo carrera. Llegó a abadesa. (Entre paréntesis: ¿qué fue de Astrolabio? Sus huellas se pierden, Es de suponer que de mayorcito se cambió el nombre, al menos).
Abelardo, pasada la convalecencia y la vergüenza del caso, continuó dando clases y discutiendo, ahora con voz aflautada, pero principalmente se dedicó a escribir importantes tratados.
Años después se produjo el derrame epistolar. Suponemos que fue Eloísa (siempre son las mujeres las que empiezan con estas cosas) la que inició lo que se convertiría en una nutrida correspondencia (se habla de mil cartas). Todo algo monótono: Eloísa repitiendo en todos los tonos que seguía enamorada como una becerra, ensartando inacabables recuerdos, y Abelardo, sin duda por falta de atributos, dale que dale con el arrepentimiento y la penitencia que ambos deberían hacer por el horrible pecado de concupiscencia que habían cometido. Da la impresión de que el hombre le dice, en forma bastante clara, que no embrome más, lo deje tranquilo y se dedique a rezar, que para eso es monja. Damos algunos ejemplos:
De Eloísa a Abelardo;
“Ahora bien, en toda condición de mi vida, Dios lo sabe, es a ti más que a Dios a quien he temido ofender, a ti más que a Él a quien he deseado agradar”
“Jamás, Dios lo sabe, busqué en ti sino a ti. Es a ti solamente a quien deseaba, no a tus cosas. No esperaba matrimonio, ni dote, ni, finalmente, busqué satisfacer mi placer ni mi voluntad, sino las tuyas, como tu mismo sabes.”
“Dios me es testigo de que, si Augusto – emperador del mundo entero – quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión de por vida, de toda la tierra, sería para mí más honroso y preferiría ser llamada tu ramera, que su emperatriz.”
De Abelardo a Eloísa:
“Tú sabes a qué bajeza arrastró mi desenfrenada concupiscencia a nuestros cuerpos. Ni el simple pudor, ni la reverencia debida a Dios fueron capaces de apartarme del cieno de la lascivia, ni siquiera en los días de la Pasión del Señor o de cualquier otra fiesta solemne.”(Por lo visto le daban hasta en Semana Santa).
“No me escribas más, Eloísa, no me escribas más; que ya es tiempo de poner fin a una correspondencia que hace infructuosas nuestras mortificaciones. No nos alucinemos: mientras nos lisonjee la idea de nuestros placeres pasados nuestra vida será tormentosa, y no gustaremos de las dulzuras de la soledad. Principiemos a hacer buen uso de nuestras austeridades, y no conservemos memorias criminosas entre los rigores de la penitencia. Suceda a nuestro descarrío la mortificación de cuerpo y espíritu, un ayuno exacto, una soledad continua y sin intermisión, meditaciones profundas y santas, y un amor perpetuo y entrañable hacia nuestro dios justo y misericordioso.”
Eloísa murió veintidós años después que Abelardo y dispuso que sus cuerpos reposaran juntos. Se salió con la suya. Ni después de muerto alcanzó Abelardo el reposo. Estoy seguro de que Eloísa aún le está repitiendo cuánto lo amó.
Abelardo, pasada la convalecencia y la vergüenza del caso, continuó dando clases y discutiendo, ahora con voz aflautada, pero principalmente se dedicó a escribir importantes tratados.
Años después se produjo el derrame epistolar. Suponemos que fue Eloísa (siempre son las mujeres las que empiezan con estas cosas) la que inició lo que se convertiría en una nutrida correspondencia (se habla de mil cartas). Todo algo monótono: Eloísa repitiendo en todos los tonos que seguía enamorada como una becerra, ensartando inacabables recuerdos, y Abelardo, sin duda por falta de atributos, dale que dale con el arrepentimiento y la penitencia que ambos deberían hacer por el horrible pecado de concupiscencia que habían cometido. Da la impresión de que el hombre le dice, en forma bastante clara, que no embrome más, lo deje tranquilo y se dedique a rezar, que para eso es monja. Damos algunos ejemplos:
De Eloísa a Abelardo;
“Ahora bien, en toda condición de mi vida, Dios lo sabe, es a ti más que a Dios a quien he temido ofender, a ti más que a Él a quien he deseado agradar”
“Jamás, Dios lo sabe, busqué en ti sino a ti. Es a ti solamente a quien deseaba, no a tus cosas. No esperaba matrimonio, ni dote, ni, finalmente, busqué satisfacer mi placer ni mi voluntad, sino las tuyas, como tu mismo sabes.”
“Dios me es testigo de que, si Augusto – emperador del mundo entero – quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión de por vida, de toda la tierra, sería para mí más honroso y preferiría ser llamada tu ramera, que su emperatriz.”
De Abelardo a Eloísa:
“Tú sabes a qué bajeza arrastró mi desenfrenada concupiscencia a nuestros cuerpos. Ni el simple pudor, ni la reverencia debida a Dios fueron capaces de apartarme del cieno de la lascivia, ni siquiera en los días de la Pasión del Señor o de cualquier otra fiesta solemne.”(Por lo visto le daban hasta en Semana Santa).
“No me escribas más, Eloísa, no me escribas más; que ya es tiempo de poner fin a una correspondencia que hace infructuosas nuestras mortificaciones. No nos alucinemos: mientras nos lisonjee la idea de nuestros placeres pasados nuestra vida será tormentosa, y no gustaremos de las dulzuras de la soledad. Principiemos a hacer buen uso de nuestras austeridades, y no conservemos memorias criminosas entre los rigores de la penitencia. Suceda a nuestro descarrío la mortificación de cuerpo y espíritu, un ayuno exacto, una soledad continua y sin intermisión, meditaciones profundas y santas, y un amor perpetuo y entrañable hacia nuestro dios justo y misericordioso.”
Eloísa murió veintidós años después que Abelardo y dispuso que sus cuerpos reposaran juntos. Se salió con la suya. Ni después de muerto alcanzó Abelardo el reposo. Estoy seguro de que Eloísa aún le está repitiendo cuánto lo amó.
Por supuesto, los restos fueron trasladados y ahora tienen un mausoleo en París, de modo que no hay seguridad de quién está realmente enterrado allí.
La versión que acaban de leer es totalmente heterodoxa. Lo clásico es resaltar cómo se amaros estos dos personajes, pero de los documentos contemporáneos me surgieron dudas acerca del proceder de Abelardo, sobre todo. Ella me pareció una romántica incurable y sumisa, pero él muestra procederes de canallita, sobre todo teniendo en cuenta sus fechorías de juventud y su forma de trepar en la docencia. Creo.
No me explico cómo Hollywood aún no produjo un bodrio multimillonario con esta pareja. Aún no se deben haber enterado de su existencia. Ya lo harán. Los ingleses ya lo hicieron. Se llama “Robado al cielo”. No me animo a verlo.
Nos encontraremos en quince días. Saludos y hasta entonces.
7 comentarios:
He estado leyendo varias de tus histonotas me parece FABULOSA tu manera de dar a saber las diferentes partes de nuestra historia. Me he reido con ganas, gracias por hacerme la lectura tan amena. Me facina la historia. Luz
Gracias por tus elogios, Luz. Me haces ruborizar.
De verdad, no trato de escribir historia (de eso se encargan muchos, y algunos muy bien) sino de resaltar los aspectos generalmente no contemplados por los historiadores, gente muy seria.
Un abrazo. Seguí escribiendo, sobre todo si son elogios (je, je)
Impresionante. ¡Me encanta esta entrada y cómo escribes!
Bien, temo que con tantos elogios mi natural modestia se esté yendo al traste. Hago lo que puedo, y si les gusta estoy más que complacido.
En cuanto a aficiones e intereses, amiga Pipu, nos unen dos cosas fundamentales: La Casa de Bernarda Alba me sacude hasta las coyunturas, y la tortilla de patatas me sale de locura.
Un gran saludo. Gracias
Tienes un sentido del humor muy curioso, me gustan tus relatos.
Gracias, Tamara. Usando el humor trato de desmitificar la historia que nos venden tradicionalmente, llena de maquillaje.
Impactante pero ellos se amaban y fueron victimas de las duras reglas que tenia la igleisia catolica en aquellas epocas para los filosofos y maestros la castidad... que ellos mismos no practicaban como los Bolena... Ambos fueron victimas y como para el amor no hay edad ni inocencia ella era mas amante porque era su primer amor y menos experiencia... Hermosa histora ... Alberto Portanova
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