Otra vez Grecia, la de antes. Año 1000 Antes de Cristo, siglo más, siglo menos. Nos referiremos a una leyenda basada probablemente, como todas las leyendas, en hechos reales convenientemente enriquecidos por sucesivos relatos en plazas, esquinas, palacios, ágoras y cualquier punto de reunión. Al cabo de los siglos, estos relatos tomaron su forma definitiva por la cual los conocemos al ser argumento de tragedias en la época de oro de Atenas, siglos V y IV AC.
Como ya sabemos, o deberíamos saber, la guerra de los griegos contra Troya terminó, después de diez años, desastrosamente para los troyanos. Los griegos destruyeron prolijamente la ciudad, luego de haber matado a los varones, combatientes o no. Previamente habían cargado en sus panzudos barcos todo lo que pudieron saquear de la metrópolis y sus alrededores: ganado, oro, joyas, objetos valiosos o artísticos, mujeres, doncellas (ya no tan doncellas) y niños. Sí, alternaban doncellas con niños y adolescentes. No discriminaban, los griegos. El resto, lo destruyeron y quemaron las ruinas.
Y volvieron a sus casas, con la satisfacción de un trabajo bien hecho. Mejor dicho, trataron de volver, pero los dioses tenían otros proyectos. Había que castigar muchas perrerías pendientes, y los dioses tienen buena memoria para las ofensas.
La situación del jefe de la expedición, Agamenón, era por demás delicada. Como todos, hacía diez años que faltaba de casa, y su mujer, Clitemnestra, no era precisamente un tímido capullo. Hermana mayor de Helena (sí, la famosa Helena cuyo “auto-rapto” extraconyugal originó la guerra de Troya) y con un carácter más resentido, no perdonó a Agamenón que, para levantar la maldición que pesaba sobre la expedición, apenas comenzada la empresa sacrificara, así nomás, a su hija Ifigenia para aplacar a la diosa Artemisa. Además (pequeño detalle), en sus años mozos Agamenón había asesinado al primer marido de Clitemnestra y a sus hijos. Como fino gesto, después se casó con la viuda para consolarla: eran uno peor que el otro.
Durante los años de ausencia llegaban a Clitemnestra noticias de lo que estaba pasando frente a Troya. Su marido no era lo que se dice un ejemplo de esposo; en plena acción y lejos de su casa le importaba un pimiento el vínculo conyugal.
La cosa estaba madura como para que apareciera un tercero, y apareció nomás. Un tal Egisto (que, casualmente, en griego significa “chivo fuerte”. Dejo a cargo de ustedes las implicancias), primo de Agamenón y complicado en una confusa historia de asesinatos familiares, aprovechó para arrastrarle el ala a Clitemnestra. Al principio ésta no quiso, pero el tiempo, el resentimiento y las noticias que traían de Troya los mercaderes ablandaron a la esposa desatendida y finalmente dio el sí con entusiasmo.
Algo llegó a saberse en el ejército frente a Troya, pero: ¿quién le dice al general en jefe que su mujer anda refocilándose con otro y que, además, los culpables comparten el poder y le ocupan el trono? Imagino que habrá sido la comidilla del ejército, y que los gestos irreverentes a espaldas de Agamenón brotarían a su paso.
El viaje de vuelta se realizó sin inconvenientes. Agamenón, como de costumbre, amenizó la travesía con la bella Casandra, hija del exterminado rey de Troya, tomada como esclava y, casualmente, una excelente adivina. Casandra se cansó de predecir desastres a su reciente amo y señor, intimándolo a que no volviera a su ciudad de Micenas, pero lo que está escrito se cumple.
Agamenón volvió. El affaire Casandra fue la gota que rebalsó el vaso: Clitemnestra se enteró (siempre se saben estas cosas, créanme) y no quiso saber nada más; organizó con Egisto “Chivofuerte” una recepción cuyo acto central fue un baño de inmersión con agua caliente, red y hachazos, combinación que le cayó fatal a Agamenón y lo convirtió en un rey extinto. Se murió, vamos. De pasada, Casandra también pasó a cadáver y se dejó de hacer horóscopos pesimistas.
El ajusticiado dejaba tres hijos, pero los que cuentan son dos; Electra, niña aún, más bien feúcha, y Orestes, adolescente. Ambos estaban de viaje. Orestes siguió su gira para ver mundo, completar su educación y hacerse hombre, y Electra volvió para encontrarse con el negro panorama. Durante siete años quedó relegada a un papel de cuasi esclava, años que ocupó en masticar rabia contra su madre e idealizar la memoria de su adorado padre. Una obsesión.
La maniática obcecación de Electra era la venganza. Sola, quinceañera y sin amigos se le hacía bastante cuesta arriba el escarmiento fantaseado. Consiguió hacerse de otra idea fija: la vuelta de Orestes. Todo se arreglaría con el hermano justiciero haciendo su entrada en el palacio y acuchillando a los culpables.
Y Orestes retornó finalmente. Llegó de incógnita y lamentó lo que había pasado, claro. Traía una orden de Apolo para vengar el crimen, pero parece ser que andaba un poco indeciso, el muchacho. Hasta que la hermanita comenzó a llenarle la cabeza. “Qué gran tipo fue papá, cómo estos dos sinvergüenzas lo llenaron de hachazos a traición, las que tuve que pasar, demuestra que eres un buen hijo de tu padre, acuérdate de lo que te recomendó Apolo …….” todos los días.
Al fin, Orestes se decidió, calzó la espada y ensartó a Clitemnestra y a Egisto. Y ya que estaba, se proclamó rey de Micenas por vacancia del poder ejecutivo.
Lo que no tuvo en cuenta fueron las Furias, o las Erinias, si lo prefieren en griego. Feísimas diosas de la venganza, representadas como genios femeninos con serpientes enroscadas en sus cabezas entre el pelo, portando látigos y antorchas, y con sangre manando en lugar de lágrimas en los ojos. También se decía que tenían grandes alas de murciélago o pájaro, o el cuerpo de un perro. Imagínenlo, si pueden. Una preciosidad.
Estas Furias acosaban a Orestes desde el momento del crimen, día y noche lo perseguían, no lo dejaban dormir, lo aterrorizaban y, por más que huyera o se escondiera, lo estaban volviendo loco de atar.
Se las hago corta: Orestes recurrió al consabido Oráculo de Delfos, pero no se pudo sacar a los bichos de encima. Apolo, amo de Delfos, se lavó las manos anticipándose a Pilatos y se sacó de encima al problema con argumentos de abogado, pese a estar bastante comprometido. Corre Orestes campo traviesa hasta Atenas (un buen trecho) siempre con las Furias detrás. Y aquí viene el final: en Atenas estaba la diosa Palas Atenea, protectora de la ciudad, como quien dice de visita, y siendo una diosa como Dios manda, en lugar de este emboscado de Apolo, hace frente a las Furias y se trenza en una interminable discusión, de esas que tanto le gustan a los griegos, argumentando que Orestes había matado a su madre como venganza del padre, cosa que las furias, como diosas de la venganza, tenían que comprender, y cumpliendo una orden de Apolo.
Para terminar la discusión, que seguía cada uno en sus trece, Palas instituye un tribunal de doce ancianos atenienses, al que llama Areópago (y que desde entonces siguió funcionando en Atenas como Supremo Tribunal de Justicia) para que juzguen el caso en forma inapelable. El resultado, empate. Seis a favor y seis en contra de Orestes. Como diosa, desempata Atenea absolviendo a Orestes y calma a las Furias, hechas unas ídem, con sobornos (sacrificios, adulaciones, etc.)
Fin de la historia. Y aquí vienen los corolarios.
Como recordarán de un post anterior, el anciano Freud, aprovechando frescamente otra leyenda griega, sacó de la galera el complejo de Edipo, con un éxito fenomenal. Escritos, conferencias, encendidos debates y enorme fama para Freud. Encantado con su logro, dio otra vuela de rosca y enunció su versión femenina, consistente en una fijación afectiva de las niñas (y a veces no tan niñas) en la figura del padre. Jung, uno de sus discípulos, imagino que intentando subirse al carro, lo bautizó como el complejo de Electra, demostrando que también conocía las leyendas griegas. Lamentablemente para Jung, no tuvo tanta prensa como Freud con Edipo. Posiblemente la gente ya estaba curada de espanto con el atrevimiento inicial de Freud y lo de Electra no resultó tan chocante ni novedoso. Así y todo, perduró. Cada tanto un terapeuta desempolva el complejo de Electra y se hace de unos pesos. Por lo general, las Electras se curan solas. Se casan (a veces con el analista) y sanseacabó.
Y una segunda hipótesis, esta vez de mi autoría (modestamente).
¿No les resultó extraño que las furias acosaran incansables a Orestes por haber matado a Clitemnestra (la muerte de Egisto ni se menciona. Parece casi inadvertida) y dejaron absolutamente en paz a la propia Clitemnestra, que se pasó siete años lo más fresca después de haberse cargado al marido?
¿Y la propia Electra? Instigadora, volvió loco al pacífico Orestes hasta que lo metió en el embrollo, y hay quien dice que también fue coautora material, dando una manita al hermano. ¿Y las furias, qué? La dulce Electra se terminó casando con el amigo íntimo de Orestes (¿no les dije que se curan solas con el casamiento?) y nadie la incomodó.
Teoría: en lugar de la venganza, las furias representarían el remordimiento por el crimen cometido. Cosas del inconciente (esa se le escapó a Jung). El santo Orestes realmente no quería matar a la madre. Lo presionaron y convencieron. De ahí que, cometido el crimen, sintiera un terrible remordimiento que no lo dejaba ni a sol ni a sombra, hasta que un jurado lo absolvió. Electra y Clitemnestra, en cambio, se sentían totalmente justificadas, y no sintieron ni sombra de remordimiento. Ni de furias perseguidoras. ¿Sabrían algo los griegos de inconciente, superyo y esas cosas? Ingenioso ¿no? Critíquenmelo, por favor.
Hasta el 15 de febrero, con otro despropósito histórico.
2 comentarios:
Yo también soy de la opinión de que Orestes fue convencido y de que no fue el único culpable. Me gusta bastante poco la figura de Electra...
Respecto a las Erinias, aunque a mí la persecución en sí me parece una personificación de los remordimientos, en la edición que yo leí comentaban que estaban castigando un delito de sangre. Así pues, Orestes mató a su madre, pero no cometió un crimen de sangre (entendido como matar a alguien con quien se comparte la sangre) al matar a Egisto. Ni tampoco Clitemnestra cuando mató a Agamenón.
Sí, lo del delito de sangre es la versión clásica. La hipótesis remordimiento se me ocurrió (seguramente a otros también)y me pareció una buena variante.
Tampoco a mí me gusta la señorita Electra. Muy resentida y manipuladora. Seguramente andaba mal del hígado y tenía mal aliento.
Saludos, y gracias por el comentario.
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