Esta es la historia de un pobre infeliz contra quien se encarnizó en primer lugar la naturaleza, luego la ignorancia, seguida del fanatismo y la estupidez de sus semejantes. Se llamaba Carlos, y era rey de España.
Empecemos por el papá. Felipe IV, a quien llamaban el rey planeta (no sé por qué), merecería haberse llamado el rey estatua. Consideraba por debajo de su dignidad bajar la vista, por lo que hablaba y caminaba mirando siempre al frente y arriba. Con esa forma de caminar, ante cualquier obstáculo corría riesgo de dar con su real cuerpo al suelo.
Leamos lo que dice de él un viajero francés:
“Usa de tanta gravedad, que anda y se conduce con el aire de una estatua animada. Los que se acercan aseguran que, cuando le han hablado, no le han visto jamás cambiar de asiento o de postura; que los recibía, los escuchaba y les respondía con el mismo semblante, no habiendo en su cuerpo nada movible salvo los labios y la lengua.” Mucha gravedad, sin duda. Estaba grave.
Parece ser que abandonaba su posición majestuosa en cuanto se acercaba a una mujer bonita. Ahí dejaba de ser una estatua animada y entraba en acción. Lo hizo con 50 amantes conocidas, con una producción de al menos 20 bastardos. Por lo visto, su gravedad le impedía tomar precauciones. Eso sí, todo un caballero, a sus ex amantes las metía a monjas para que no anduvieran divulgando cosas privadas. Ocupado en esos menesteres, fue un pésimo gobernante, pero tuvo la suerte de ser contemporáneo de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Velázquez y otros. Gracias a eso se lo recuerda como un gran rey.
En el tema matrimonio estaba, como todos los reyes, obsesionado por tener un hijo varón. Legítimo, se entiende; de los otros tenía a montones, pero no heredaban. Se casó, vino el varón (mas seis mujeres), pero duró poco (la mortalidad era tremenda en esa época). Como también había muerto su esposa, se volvió a casar. Si hubiese sabido el resultado, se hubiera quedado viudo. Vuelta a poner en marcha la producción: dos nenas (una de ellas es la hermosa infanta que protagoniza el cuadro Las Meninas) y tres varones. De estos se murieron dos y quedó el peor.
Y ahora vamos al personaje que nos ocupa. Todos los que conocieron a Carlos, el futuro rey, desde su nacimiento sólo sintieron asco por él y, si eran de buen corazón, también lástima. Nació raquítico, feo a más no poder, cabezón (hidrocefálico) y mentalmente deficiente. Tan lamentable era su aspecto que no se lo mostraba en la corte, ni se le dio ninguna educación porque, además del déficit mental, todos le pronosticaban corta vida, por lo que no valía el esfuerzo. Lo que el niño hacía con ganas era mamar. Catorce robustas nodrizas se encargaron de su alimentación láctea hasta los cuatro años de edad, fecha en que murió su padre (con qué tranquilidad de espíritu habrá fallecido sabiendo que dejaba esa joya de heredero). Echaron entonces a las nodrizas porque avergonzaba un rey de España mamón a esa edad.
En cuanto al resto de sus cualidades, todas en el mismo nivel. Como no se podía mantener en pie, encargaron al sastre unos gruesos cordones parar sostenerle mientras recibía a los embajadores extranjeros. Aprendió a andar a los seis años, a hablar a los diez, hasta los doce no supo leer y no se vio capaz de es

A medida que fue creciendo, no mejoraba física ni mentalmente. "Asusta de feo", apuntó un embajador en una carta a su soberano. Enclenque, de piel macilenta, ojos huidizos y nariz ganchuda que casi tocaba el labio. Heredó el prognatismo y el belfo caído de la familia. Nunca pudo masticar en condiciones, lo que, unido a sus delicadas digestiones, le condenaron a padecer vómitos continuos y una diarrea crónica. Para visualizar el cuadro, los pintores nos han dejado retratos que, es de suponer, lo favorecen, con lo que puede imaginarse el original
Desde los cuatro años, en que falleció su padre, hasta los quince, fue considerado menor de edad, ejerciendo su madre la regencia; una mujer beata, ignorante de las tareas de gobierno, autoritaria y apoyado en sucesivos favoritos.
Carlos, en su menguada inteligencia, tenía conciencia de que debía dejar descendencia (infortunadamente, nadie se animó a

Lo que era de suponer: pasaba el tiempo, y de hijos nada. Comenzaron los rumores culpando, por supuesto, a la reina. Mientras tanto, la pobre aludida dale con

A partir de la muerte de su primera esposa, la salud de Carlos (tenía entonces 28 años) comenzó a empeorar. El embajador de Inglaterra escribió:"Padecía con frecuencia unos temblores que los médicos llaman convulsivos, los cuales comprendíéndole todo el cuerpo, le dejaban sumamente fatigado. A esto hay que unirle que a ratos sentía un interior desfallecimiento como si se fuera a desmayar".
Pese a todo, a casarse de nuevo. Esta vez eligieron a Mariana de Neoburgo, una señorita más bien fea, de mal carácter, con linaje de segunda, pero con una importante cualidad: su madre había tenido veintitrés hijos. Pasaron los meses, la nueva reina tampoco paría, y empezaron las verificaciones científicas. Primero:
Los madrileños, que no necesitan mucho acicate, sacaron una copla:
“Tres vírgenes tiene Madrid: la de Atocha, la Almudena, y la Reina Nuestra Señora.”
La ciencia no daba solución. Se recurrió entonces a la religión (o a la superstición que pasaba por religión). ¿No es sabido que Satanás tiene, con el permiso de Dios, potestad para perjudicar a los humanos? ¿No estaría el rey bajo algún hechizo? Bastaba con mirarle a la cara.
Fray Froilán, confesor del rey, tuvo una brillante idea. Sabía que había un grupo de monjas que se decía estab

Como la cosa no parecía mejorar, se le exigió al diablo nuevas consultas.
"Precediendo juramento del demonio por el Santísimo Sacramento, le pregunté en qué había dado el hechizo al rey. Respondió: en chocolate a 3 de abril de 1765. Preguntéle de qué se había confeccionado. Respondió: de los miembros de un hombre muerto. Pregunté: ¿Cómo? Respondió: de los sesos de la cabeza para quitarle el gobierno; de las entrañas para quitarle la salud y de los riñones para corromperle el semen e impedirle la generación. Los remedios de que necesita el Rey, prosiguió Lucifer, son aquellos mismos que la iglesia tiene aprobados. Lo primero darle el aceite bendito en ayunas. Lo segundo ungirle con el mismo aceite todo el cuerpo y cabeza. Lo tercero darle una purga en la forma que previenen los exorcismos y apartarle de la reina... ni verla, ni verle."
Ante la falta de resultados (el pobre rey, untado de aceite y purgado, seguía sin poder preñar a la rein

Enterado el pueblo de estos manejos, como siempre ocurre, le colgó al pobre Carlos el mote de “el hechizado”, que aún conserva.
Al correrse la voz aparecieron más endemoniados y videntes que se decían enviados por el diablo para diagnosticar al rey. Se lo sometió a prácticas semiexorcizantes que, por supuesto, no consiguieron otra cosa que a su débil salud física se añadiera una nueva debilidad mental, pues por la noche cuando se despertaba y vagaba por los oscuros pasillos de palacio, el infeliz monarca ya sólo veía demonios y horribles figuras que, como espantosas gárgolas, le aterrorizaban.
A todo esto, quien se iba al diablo era el reino, que, en medio de guerras perdidas, crisis económicas, inflación desbordante y concesiones diplomáticas a Francia, estaba sumido en el más absoluto desgobierno. Hubo noches en que en la despensa de Palacio sólo había huevos para comer. Se sucedían los favoritos (el rey era incapaz de gobernar) disputaban la reina con la madre del rey, ambas autoritarias, y las flotas de Indias no alcanzaban ni a cubrir las deudas más apremiantes.
Se hundía vergonzosamente la dinastía de los Austria, fundada 200 años antes por el temido Carlos I, dueña de un imperio que terminó por arruinarla.
El último Carlos de los Austria falleció en noviembre de 1700, sin sucesión. Pese a su testamento, que fue prolijamente ignorado, hubo necesidad de una guerra para dar un nuevo rey a España. Este fue Felipe V, nieto de Luis XIV (figuraba en todas este hombre) con quien se inició la dinastía de los Borbones que aún perdura en la Peninsula.
Como explicación del hechizo transcribo el informe de la necropsia del rey, realizada por el médico real por simple curiosidad (ya a nadie le importaba):
"El corazón del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenosos, en el riñón tres grandes cálculos, un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua".
Lucifer tenía razón, finalmente.
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