Todo país, por insignificante que sea, posee
sin excepción su héroe o héroes legendarios. Generalmente se trata de personas
de existencia real cuyas hazañas, inventadas o magnificadas, sirven para alimentar
el orgullo patriótico y son utilizadas para la educación de los niños y
adolescentes.
La antigua Roma no podía ser la excepción.
Muchos son los relatos heroicos tomados como artículos de fe por los educadores
y pedagogos. Vamos a recordar lo que dice el historiador Tito Livio, quien fue
contemporáneo de Jesús, en su Historia de Roma, libro
2: “Los primeros años de la
República ”. Veamos lo
que cuenta de un tal Cayo Mucio.
Como sabemos, en su origen Roma fue
gobernada por reyes. Hubo siete de ellos, y el régimen duró unos 250 años,
hasta el 509 AC .
El último soberano, Tarquino, llamado el Soberbio por motivos obvios, tenía un
hijo bastante repugnante.

Esta gota (¡vaya gota!) rebasó el vaso.
Hartos de Tarquino, salieron todos en estampida a buscarlo con las peores
intenciones. En realidad tendrían que haber salido en busca del hijo, que había
hecho el estropicio, pero así es el cuento.
No hallando a Tarquino, que había salido a
dar una vuelta por los suburbios, decidieron los afectados y el pueblo en
general dar por terminado el reinado, todos
los reinados, y no soportar reyes nunca más. Por de pronto, a Tarquino le
cerraron las puertas de la ciudad y lo declararon persona nada grata. Fuera con
él y familia.
Obviamente, Tarquino se lo tomó pésimo, y recurrió
a sus amigos, etruscos como él, con mando en alguna ciudad vecina. Sólo lo
apoyó Lars Porsena, rey (mandamás) de Clusium. Más ilusionado por el saqueo que
por restablecer a Tarquino, Porsena marchó sobre Roma y la sitió.
Pánico en la ciudad. El ejército sitiador
era imponente, y pasado un tiempo Roma comenzó a padecer hambre y a flaquear.
Un ciudadano, Cayo Mucio, concibió como
única salida el asesinato de Porsena. Con el beneplácito de sus superiores, se
disfrazó de etrusco, cruzó el Tiber a nado y, mojado y todo, se filtró una
noche en el campamento de Porsena. La tienda del general era la más iluminada y
estaba bastante concurrida, lo que le planteó un problema a Cayo Mucio, quien
no conocía a Porsena. Entró a la tienda y apuntó al más lujosamente vestido
que, lamentablemente, no era Porsena sino un secretario que estaba pagando a
las tropas. Acuchilló al tipo equivocado.
Por supuesto, fue detenido y arrastrado
ante Porsena. Viéndose ya difunto, trató de hacerse el impasible: “Soy un ciudadano de Roma”, dijo, “los hombres me llaman Cayo Mucio. Como
enemigo quería matar a un enemigo y tengo suficiente valor como para enfrentar
la muerte con tal de lograrlo. No soy el único en haber tomado esta resolución
en tu contra; detrás de mí hay una larga lista de aspirantes a la misma
distinción” (estaba muerto de miedo, pero conservó la serenidad como para
mentir como un fresco para salvar el pellejo). “Prepárate para combatir cada hora por tu vida y encontrar un enemigo
armado en el umbral de tu tienda. Esta es la clase de guerra que nosotros los
jóvenes romanos te declaramos. No temerás las formaciones, no temerás la
batalla; es sólo cosa entre tú y cada uno de nosotros”.
El rey comenzó a
preocuparse y reaccionó con furia: “Si no
confiesas quiénes son tus cómplices y cómo piensan asesinarme, te quemo vivo de
inmediato”. Ahí le tocó el turno a Cayo Mucio de redoblar la
apuesta y
pasar a la posteridad: “Mira” gritó, “y aprende cuán ligeramente consideran sus cuerpos
aquellos que aspiran a una gran gloria”. Sin dudarlo metió la mano derecha
en el fuego que ardía en el altar. Mientras la mantuvo allí quemándose fue como
si estuviera desprovisto de toda sensación. (Qué bestia, o bien Tito Livio
resultó más cuentista que Cayo Mucio).
Porsena, seguramente asqueado por el
olor a chamusquina, lo hizo retirar del fuego y, en premio a su valor, ordenó
que lo mandaran de vuelta a casa. Ahí Mucio, para aprovecharse de la situación,
le dijo (mientras se apagaba la mano a soplidos): “Ya que honras al valor, en reciprocidad te confesaré lo que no quise
decirte antes (y siguió ensartando embustes): Trescientos de nosotros, entre los jóvenes romanos, han jurado que te
atacarán como yo lo hice. El primero he sido yo; los otros vendrán a su turno
hasta que la fortuna nos dé una oportunidad favorable”.
Lo increíble es que
el simple de Porsena lo creyó, y atemorizado ante tanto arrojo y tantos
posibles atentados hizo propuestas de paz a Roma y finalmente retiró sus
tropas. A Cayo Mucio lo recibieron con
honores (y con crema para quemaduras) y le otorgaron por motivos obvios el
apodo de Escévola (zurdo, en latín) que llevaron todos sus descendientes.
Si los romanos se creyeron realmente esta
historieta fueron más que cándidos, pero el hecho es que con estas cosas educaban
a sus hijos con orgullo. Allá ellos y, como dije, miremos qué pasa por casa.
Saludos (vale, como decían los romanos) y
hasta fines de septiembre.