Allá por el 390 AC los
omnipresentes galos comenzaron a moverse
desde Francia hacia Italia. Los llevó a semejante migración, por supuesto, el
deseo de pillaje, pero Tito Livio (a quien seguiré fielmente) da otro motivo:
los galos bebían cerveza desde siempre, pero habían tomado contacto con el vino
a través de los mercaderes, y les gustó. Allá fueron, atravesando los Alpes, a
buscar vino. El colmo: franceses yendo a Italia a buscar vino.
El hecho es que, batallas van y vienen, arrollaron a los etruscos y
se aproximaron a Roma. No faltaron avisos; cerca del templo de Vesta, se oyó en el silencio de la noche a una voz, más
poderosa que cualquier
voz humana, ordenando advertir a los magistrados que los
galos se acercaban. No se tuvo en cuenta. ¿Quién conocía a estos galos?
Y no sólo eso, sino que, por motivos de
corrupción (¡qué raro!) desterraron de Roma a Marco Furio Camilo, su más prestigioso general, quien no se fue
solo, sino acompañado de fieles amigos y soldados.
Al poco tiempo se divisaron nomás a los galos, y
los campesinos, con sus familiares, animales y enseres, se dirigieron
tumultuosamente a Roma, sembrando el pánico.
Un ejército alistado a toda prisa por una
recluta masiva salió a su encuentro. Las dos fuerzas se enfrentaron apenas a dieciséis
kilómetros de Roma, en las márgenes del rio Alia.
El país entero, al frente y alrededor, estaba
plagado de enemigos que llenaba todo con el
ruido espantoso de sus horribles gritos y su
clamor discordante.
Los tribunos consulares no habían asegurado la
posición de su campamento, no habían construido trincheras tras las que poder
retirarse y habían mostrado tanta falta de atención a los dioses como al
enemigo, pues formaron su línea de batalla sin haber obtenido auspicios
favorables.
Con todo
eso, el resultado no fue ninguna sorpresa: los romanos se vieron completamente
arrollados y huyeron en masa, sin siquiera pelear. Las únicas bajas se dieron
durante la persecución.
Los fugitivos llegaron a la ciudad sembrando el
pánico y, sin cerrar siquiera las puertas entraron en la urbe y
se refugiaron
en la ciudadela amurallada del monte Capitolio, donde se hallaban entre otros
los templos de Júpiter Optimo Máximo y de Juno Moneta. Allí sí se atrincheraron
y dejaron librada a su suerte al resto de la ciudad, con los ciudadanos y
campesinos refugiados. Por supuesto, los galos se hicieron un banquete con la
indefensa Roma. Saquearon, violaron, mataron hasta el hartazgo y terminaron
sitiando al Capitolio, donde los pocos soldados encerrados ya se daban por
perdidos.
Intentaron los galos escalar las murallas, pero
fueron advertidos y rechazados con toda clase de proyectiles. Los sitiadores
quedaron a la expectativa.
Mientras tanto, la guarnición despachaba
mensajeros con pedidos de auxilio a las ciudades aliadas. Los galos advirtieron
el lugar accesible de la muralla por donde se descolgaban los emisarios, y una
oscura noche se aventuraron silenciosamente por ese sector. Cautelosamente
escalaron las defensas sin ser advertidos por los centinelas ni por los perros
guardianes, quienes dormían para engañar el hambre. En el templo de Juno, en
cambio, los gansos consagrados a la diosa vagaban buscando algo de comida, y al
percibir sombras comenzaron a alborotar, graznar y aletear alarmando a la guarnición,
que rechazó el ataque. Grandes alabanzas
para los gansos y castigo para los perros. En cuanto al centinela del sector,
lo despeñaron desde un acantilado.
Volvió a estabilizarse la situación, pero el
hambre ya era crítica, y luego de
deliberar los romanos decidieron pactar
condiciones de rendición.
Tuvo lugar una conferencia entre los
representantes de los sitiados y Breno, el jefe galo, y se llegó a un
acuerdo
por el que se fijó en
327
kilogramos de oro el rescate del pueblo que al poco
tiempo estaría destinado a gobernar el mundo (eso dice Tito Livio). Esta
humillación ya era lo bastante grande, pero fue agravada por la mezquindad de
los galos que usaron pesos trucados, y cuando protestaron los tribunos, el
insolente galo arrojó su espada sobre la balanza y usó de una expresión que se
hizo clásica hasta nuestros días: “¡Vae Victis!” (“¡Ay de los vencidos!”). Y ya
estaban los pobres romanos bajándose los calzones, resignados a entregar lo que
fuere, cuando, como en el mejor western, aparece de improviso el exiliado Marco
Furio Camilo, furioso como su nombre, al frente de un ejército sacado de su
noble manga.
Haciéndose cargo de la situación, y puestos a
emitir frases célebres, gritó, sacando su espada: “¡No con oro, sino con hierro!”
(“Nec cum auro, sed cum ferro”) y ahí nomás armó una escabechina de galos hasta
que no quedó ni uno.
Esta historia ejemplar es, con perdón de Tito
Livio, una solemne fábula. Los estratos arqueológicos que hoy conocemos
muestran para ese siglo un elocuente nivel de ceniza y derrumbe. La ciudad
debió de haber sido destruida en su casi totalidad. Los galos se deben de haber
llevado no sólo el oro sino el hierro, y posiblemente las mujeres.
Los romanos posteriores, que no sabían nada de
arqueología y sí mucho de patrioterismo, creyeron todo a pie juntillas, y en
los primeros días de agosto celebraban una solemne procesión portando nueve
perros crucificados y un ganso en una litera púrpura con guirnaldas, para
conmemorar la traición de los perros y el heroísmo de los gansos.
Hasta fines de octubre, amigos.
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