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histonotas: 1/8/10 - 1/9/10

martes, 31 de agosto de 2010

EN BUSCA DE ROMEO Y JULIETA

Comienzo suponiendo que todos mis lectores conocen la trama de Romeo y Julieta. Ya veremos la cantidad de autores que trataron el tema pero, a nuestros fines, nos referiremos a la obra más conocida, el drama de Skakespeare.

Me voy a meter de cabeza en un caso discutido hasta el hartazgo: ¿existieron realmente en Verona los Montescos y los Capuletos, Romeo, Julieta, Mercucio, Tebaldo, Paris, fray Lorenzo, y todo el enjambre de individuos que enumera Shakespeare?

Documentos, registros históricos, crónicas de los contemporáneos y relatos testimoniales no hay absolutamente ninguno. Ningún fraile o abad de la época refirió nada (cosa extraña considerando que los religiosos cubrían el rol de periodistas sensacionalistas de la época).

Lo único que nos regala la historia, son estos versos de Dante Alighieri, en la Divina Comedia, Purgatorio, Canto VI, 76 a 106:

¡Ah esclava Italia, albergue de dolores,
nave sin timonel en la borrasca,
burdel, no soberana de provincias!

Busca, mísera, en torno de tus costas
tus playas, y después mira en el centro,
si alguna parte en ti de paz disfruta.

Ven y ve a Capuletos y Montescos,
Filipeschos, Monaldos, ah, indolente,
esos ya tristes, y estos con recelos!

Dante sólo nombra a Capuletos y Montescos, sin decirnos por qué están tristes. Se está refiriendo al caos en que estaba sumida Italia por las luchas entre güelfos (partidarios del papa) y gibelinos (partidarios del emperador alemán) que se disputaban la supremacía sobre las ciudades italianas. Los Montescos eran de Verona y gibelinos, y los Capuletos de Cremona y güelfos. Un tema eminentemente político.

La Divina Comedia fue escrita entre 1300 y 1315, con lo que podemos estar seguros de que antes de 1315 no había sucedido nada en Verona (ni en otra ciudad) como lo que se cuenta de Romeo y Julieta. Si lo hubiera habido Dante, moralista y chismoso como era, lo hubiese incluido en la Comedia, zambullendo a sus protagonistas en el infierno, por suicidas, por lo menos. Lo único que sabemos de cierto es que en 1300 estaban en conflicto por motivos políticos las dos casas. Es más, hay historiadores que afirman que Capuletos y Montescos no eran apellidos de familias, sino apelativos de facciones políticas.
(A propósito de apellidos, digamos que los apellidos o denominaciones originales no son Capuletos y Montescos sino Cappelletti y Montecchi, literalmente Sombreritos y Montaraces. Llamar a Julieta “Giulietta dei Cappelletti” resulta poco dramático, casi culinario).

Dejemos a Dante. Incrementemos las sospechas. Ya en la antigüedad (siglo III) el griego Jenofonte de Efeso , en su novela Anthia y Abrocomas, relata una leyenda del todo parecida a la que conocemos, por supuesto muchísimo antes de Capuleto alguno.

Luego, silencio de siglos sobre el tema. Y de pronto, una catarata:

Masuccio de Salerno ( Nápoles, 1476). Ampliación de Jenofonte. Traslada la acción a Siena. Los protagonistas, Mariotto y Gianozza sufren idénticas peripecias que los de Shakespeare. Sólo varía el final: Mariotto muere decapitado por la justicia y Gianozza, una vez vuelta en sí, ingresa en un convento, donde muere de pena.

Girolamo della Corte, historiador, en el 1595 relata el asunto como realmente acontecido, recurso este que todos los novelistas y poetas emplean para darle verosimilitud a sus historias.

Luigi da Porto, soldado y novelista italiano, (Vicenza, 1485 – 1529) publica la “Historia novellamente ritrovata di due nobili amanti”. También dice que ha ocurrido realmente, y que se la ha contado un camarada de armas, aunque probablemente se inspire en Masuccio. La hace transcurrir en Verona, en los años 1300 – 1303. La trama es ya similar a la de Shakespeare en todos sus detalles, salvo que al final, mientras Romeo agoniza, despierta Julieta y entablan un diálogo lacrimógeno.

Veinticuatro años después del fallecimiento de Da Porto, un acreditado romancista, el monje dominicano Mateo Bandello, hizo reaparecer en un nuevo libro, compilación de cuentos, el relato anterior, tomado de da Porto, con adiciones de poca monta, y logró pasarlo como de su propia inventiva con gran éxito y difusión. Los plagiarios abundaron siempre.

Enseguida, en 1559, la novela de Bandello fue traducida al francés con mínimas variaciones (los amantes mueren sin llegar a hablarse) por Pedro Boisteau y al inglés en 1562, en verso, por Arthur Brooke, quien al menos tuvo la decencia de manifestar que se basaba en Bandello.

Cuatro años después, otra traducción: William Painter. Palace of Pleasure. Colección de cuentos de varios autores, entre ellos la versión inglesa de Bandello.


Y así llegamos a Shakespeare: La Tragedia de Romeo y Julieta (1597) basada en Bandello a través de las traducciones de Brooke y Painter. Aunque copió el argumento, lo relató a su manera, iluminándolo con su genio. Dio fuerza a los caracteres, belleza a los diálogos, rebajó la edad de Julieta a trece años y la de Romeo a dieciséis (debería ser creíble en su época; ahora saldría en los diarios) e hizo suicidar a Julieta con la daga de Romeo.

De paso hizo morir en el último acto (era un aficionado a los finales sangrientos, en Hamlet y en Tito Andrónico, por ejemplo, hay cadáveres por todos lados al terminar la obra) a un primo de Julieta (un error de Romeo, antes de suicidarse) y a la madre de Romeo (de pena) además de los protagonistas y algún Montesco despistado.

¿Qué conclusión sacamos de toda esta aburrida reseña bibliográfica? Que la obra de Shakespeare no es más que una de tantas versiones de un acontecimiento del que no hay ninguna prueba, y que se viene contando desde los años 200. Fundamentalmente, que un contemporáneo (Dante) menciona a las familias, pero no habla de la tragedia, ni tampoco lo hace ningún testigo de la época (increíble).

Finalmente, para gran lucro de la ciudad de Verona, anualmente es visitada por muchedumbre de tiernos amantes la casa de los Capuletos (Via Cappello 21) y en ella el famoso balcón del diálogo entre los protagonistas, escalado ágilmente por Romeo (Shakespeare dixit).
En el exterior de la casa existe una estatua de bronce de Julieta, y dice la leyenda de quien toque su seno derecho tendrá suerte en el amor. (Cabe señalar que el antedicho seno está brillante y notoriamente mermado).
Enterémonos de la verdad: la casa es una falsificación. Se trata de una verdadera casa del 1400 que, como está ubicada en la via Capello, resulta tentador inferir que perteneció a los Capelletti. Originariamente no tenía balcón, por lo que en el siglo XIX se tomó un sarcófago medieval y se lo pegó a la pared, “disfrazándolo” de balcón, porque no puede existir la escena del balcón de Shakespeare sin balcón, ¿verdad? ¡Estén en guardia los turistas!

Con todo esto: ¿podemos creer que Romeo y Julieta fueron reales?

Hasta pronto, amigos. Espero reencontrarnos a mediados de septiembre.
           

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sábado, 14 de agosto de 2010

LEONOR DE AQUITANIA – UNA VIDA AGITADA


Como apreciarán por su comportamiento, esta señora despertó entusiastas adhesiones e igualmente apasionados antagonismos. Dado que no dejó escritos (no era su estilo) sus hechos fueron relatados por cronistas absolutamente parciales, quienes nos dejaron una imagen de heroína o de arpía.

Nació Leonor (en realidad, Aliénor, que queda más bonito) en 1122. Huérfana a los trece años, se transformó en el mejor partido de la época. Heredó el condado de Gascuña y el ducado de Aquitania y Guyena, con lo que sus posesiones eran más extensas que las del incipiente reino de Francia.


Con una educación consumada y un carácter brillante, transformó su corte de Poitiers en un centro de refinamiento. Poetas, trovadores, desenvueltas damas y galantes caballeros marcaron el rumbo de lo que sería la cortesía medieval, a diferencia de las toscas costumbres de otras cortes de la época.

El futuro rey de Francia, Luís VII, no podía perderse ese bocado. Se casaron muy enamorados (al menos él); Luís tenía dieciséis años y Leonor quince. Al poco tiempo aparecieron los problemas. El ambiente en la corte de Luís era austero, aburrido, provinciano comparado con Poitiers. Leonor, para escándalo general, se rodeó de sus amados trovadores, juglares, poetas y su lujo acostumbrado.

Con esto Leonor se hizo de dos formidables enemigos: la suegra (“esta mujer está echando a perder a mi hijo”) y la Iglesia, en persona del poderoso abad Bernardo de Clareval, un temible dogmático que amonestaba a reyes, papas y nobles pretendiendo tener línea directa con la madre de Dios, nada menos. El rey, por su parte, soso, grave, aburrido, piadoso y de baja libido, representaba un papel bastante conflictivo, enamorado como un adolescente. Se atribuye a Leonor la reflexión “A veces tengo la impresión de haberme casado con un fraile”. Estas frases pronostican cuernos a corto plazo.

Entre cortes de amor, donde damas y caballeros debatían sutiles cuestiones sentimentales con un cierto escarceo amoroso, celebradas por poetas y trovadores, apareció, invitado por Leonor un célebre trovador, Macabrú, una suerte de Joaquín Sabina medieval. A Luís, marido al fin, celoso y apasionado, no le gustó la cosa en lo más mínimo, pero el pobre ya no contaba. El trovador se enamoró inevitablemente de la alta dama que inspiraba sus versos. Se lo dijo en ardientes estrofas y un buen día, el rey Luís lo toma muy a mal y lo expulsa del reino. Se dice que Macabrú no se había limitado a los versos. Primer resbalón (conocido) de Leonor.

El mencionado Bernardo de Claraval convenció a Luís de participar en una cruzada (la segunda) ya que las cosas se estaban desbarrancando en Palestina. En contra de los deseos de Luís, Leonor insistió en acompañarlo. Tenía perfecto derecho, no sólo como esposa de Luís sino como señora con feudo propio, con feudatarios y huestes bajo su mando. Por supuesto, se salió con la suya.

La expedición fue un desastre, y las relaciones entre los esposos no fueron mejores. Leonor se encontró en Tierra Santa con Raimundo de Poitiers, señor de Antioquía, según los cronistas: “alto, mejor constituido y más apuesto que ninguno de sus contemporáneos; a todos sobrepujaba en el oficio de las armas y en asuntos de caballería”, compañero de la infancia y, para colmo, tío suyo. Se entendieron de inmediato. Hasta qué punto se entendieron lo reflejan algunos contemporáneos, agravado porque ambos tomaron partido en cuestiones militares contra Luís, quien perdió la paciencia y pegó la vuelta abandonando el proyecto de cruzada, exigiendo a Leonor que le siguiera. Le siguió, sí, pero, según sus detractores, concediendo sus favores indiscriminadamente a barones, sargentos, pajes y demás. Posiblemente una exageración. No habrían sido tantos.

Vueltos a Francia, a Leonor se le ocurrió una idea liberadora: ¡ella y Luís eran primos y, por lo tanto, el matrimonio no era válido desde el inicio! A su instigación, un concilio reunido bajo la autoridad del arzobispo de Sens declaró la nulidad de la boda contraída quince años antes. Europa, incluido Luís, estupefactos ante la jugada. Leonora volvió a Poitiers, libre, a los 30 años.

Dos meses después, otra bomba: Leonor se casó con Enrique Plantagenet, conde de Anjou y duque de Normandía, diez años menor que ella y heredero del trono de Inglaterra, en esos momentos en conflictos con Luís. Por supuesto, Leonor colaboró para azuzarlos, pero finalmente se llegó a un acuerdo (Enrique era nominalmente vasallo de Luís por sus posesiones en Normandía). Luís se volvió a casar y Leonor se trasladó a Inglaterra, dedicada a producir herederos. Entre varones y mujeres, produjo ocho, de los cuales tres llegaron a reyes, dos de Inglaterra y una de Castilla.

Esos repetidos nacimientos no parecieron agotar la energía de Leonor que, en su papel de reina, viajó mucho por las distintas partes del “imperio Plantagenet”. Ella y Enrique estaban siempre en movimiento de castillo en castillo atravesando a menudo el canal.
Pero el destino de Leonor no era la rutina: Enrique se enamora perdidamente de una amante, Rosamunda Clifford, Leonor no hubiese sido ella misma si no hubiese tramado la inmediata venganza: envenena las deterioradas relaciones entre Enrique y sus hijos y estimula una rebelión de éstos contra el rey. Al mismo tiempo Enrique, que tampoco se destacaba por su paciencia, ordena el asesinato de Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, por conflictos de obediencia. En esto, Leonor no tuvo nada que ver.


Sofocadas las revueltas, Enrique encerró inmediatamente a Leonor en el castillo de Chinon y luego en la torre de Salisbury, donde permaneció bajo arresto (con bastante libertad de movimientos) hasta la muerte del rey Enrique, quince años después. A partir de ese momento, reanudó su vida de actividad. En primer lugar, se ocupó de Rosamund Clifford. Cuando ella falleciera, años atrás, Enrique le había hecho construir una suntuosa tumba en un monasterio, encargando misas y procesiones a perpetuidad. Leonor tenía algunas deudas que cobrarse. Desenterró y dispersó los restos, anuló rezos y procesiones y puso las cosas en su lugar, según ella. Una dulzura de mujer.


Como Ricardo Corazón de León (su hijo preferido) había alcanzado el trono, había que casarlo. Ya en una oportunidad, años atrás, se había concertado el matrimonio de Ricardo con Aélis, hija del rey Luís de Francia, ex marido de Leonor (todo quedaba en familia). Como Aélis era aún una niña, se la llevó a educar, según era costumbre, a la corte de Inglaterra. La niña creció y, a los trece años, su futuro suegro Enrique le echó el ojo y se la llevó a la cama, parece ser que de común acuerdo. Mucho no le importó a Ricardo, ya que era obstinadamente homosexual, pero el papelón no aumentó su amor filial.


Los esfuerzos de Leonor por volver a casar a Ricardo se concretaron. Ricardo casó (lo casaron) con Berenguela de Navarra. Por supuesto, el matrimonio no funcionó, sin sombra de hijos. Un proyecto de Leonor que fracasó. Las madres nunca se convencen de esas cosas. Para amargura de Leonor, la sucesión al trono de Inglaterra iba a recaer en Juan sin Tierras, el hijo que Leonor odiaba, con razón.


Y así fue envejeciendo la otrora hermosa, de radiante belleza, Leonor. La belleza pasó, pero la energía y el temple se mantuvieron intactos. Contando con casi ochenta años, da muestras de una fortaleza impresionante cuando decide cruzar los Pirineos y viajar hasta Castilla para escoger entre sus nietas, las infantas de Castilla, a la que se convertiría en la esposa del hijo de Felipe Augusto, el futuro Luís VIII. La escogida sería Blanca, una de las reinas de Francia más célebres, la que será formidable madre de San Luís, regente del reino en tres ocasiones y modelo de virtud y habilidad política.

Finalmente, a los ochenta y dos años, se decidió a fallecer. Sus restos reposan en la abadía de Fontevrault, junto con los de su esposo Enrique II y, a sus pies, la tumba con el cuerpo (las vísceras están enterradas en la catedral de Ruan, Francia) de Ricardo Corazón de león, su muy amado hijo.



Los espero a fines de agosto. Hasta entonces.

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