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histonotas: LA ARMADA INVENCIBLE - UN INVENTO INGLES

domingo, 14 de junio de 2009

LA ARMADA INVENCIBLE - UN INVENTO INGLES


Comenzaremos con una incongruencia: la Armada Invencible nunca existió, al menos con ese nombre. Como veremos, el apelativo le fue puesto por los ingleses a posteriori (cuando se les pasó el miedo). Los españoles la llamaron “Grande y felicísima Armada”, lo que fue una desafortunada jactancia o, más simplemente, La Gran Armada, o La Armada.

La situación europea, como siempre, era bastante complicada allá por 1588. Los protagonistas merecen un vistazo antes de meternos con la Armada, porque la hacen comprensible, la originan y son mucho más interesantes.

Primero las damas. Isabel I de Inglaterra, 55 años, pelada (ya usaba peluca) y falta de dientes (sus cortesanos eran tan rastreros que se lo elogiaban como atributo de belleza). Falsa, mentirosa y perjura a más no poder (lo dijo un embajador de Venecia), con un carácter fuerte e impulsivo heredado de su padre Enrique VIII y su madre Ana Bolena (uno peor que el otro). Una gran reina, adorada por sus súbditos.
Un aspecto fundamental: en esos años, la contienda entre católicos y protestantes desgarraba a Europa. España era violentamente católica y por el otro lado, Holanda (llamada entonces los Países Bajos) era igualmente intolerante en su protestantismo. Por supuesto, estaban en guerra, pretendiendo de paso los Países Bajos sacudirse la dependencia de España. Inglaterra apoyaba bajo capa a los protestantes, hostigando a España extraoficialmente.

En el otro lado del ring, Felipe II. España era la gran potencia de la época. Su imperio era veinte veces más extenso que el Imperio Romano, su flota la más poderosa y su ejército infundía terror. Valientes hasta el suicidio, indisciplinados, desalmados, vencían y arrasaban donde se presentaran.
Felipe tiene sus defensores y sus detractores. Personaje complejo, era católico y profundamente religioso (fanático, bah), lo que no le impidió tener cantidad de amantes (lo consideraría un pecado venial). Hay muchas anécdotas sexuales escabrosas acerca de este hombre, pero lamentablemente no tienen nada que ver con la Armada, así que se las pierden.

A nuestro asunto: Felipe era una persona minuciosa, obsesiva, detallista e inaguantable. Los cortesanos lo llamaban “el Rey Prudente” en su presencia. A sus espaldas dirían otra cosa. Se metía en todo, y todo lo anotaba. Lo que se dice un rey burócrata. Eso, como veremos, trajo consecuencias.

Había que sacar a Inglaterra del protestantismo y llevarla a la santa, única verdadera religión (la católica, claro). Astutamente, Felipe propuso matrimonio a Isabel. Recibió calabazas. Isabel andaba cono lo de la Reina Virgen y otras histerias. Fracasada la boda, se fue al otro extremo: invadir Inglaterra para convencer a los ingleses. Misión imposible. No tanto invadirlos, sino convencerlos.

Y aquí llegamos a una increíble serie de errores e insensateces, y que me perdone Felipe y sus admiradores.

En opinión de Felipe, el más capacitado para diseñar el plan de invasión era, casualmente, él. Eligió por lo tanto para llevarlo a cabo a un noble totalmente adicto, o sea que ni soñaba en tener una opinión propia. Esta joya de lealtad se llamaba Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, séptimo duque de Medina Sidonia, décimo conde de Niebla, quinto marqués de Cazaza, señor de Sanlúcar de Barrameda, señor de Gibraleón, caballero del Toisón de Oro, capitán general del Mar Océano, Grande de España. Buen militar, pésimo marino, ignoraba todo acerca de tácticas navales (en lo que se asemejaba a Felipe). Casado con la hija de una presunta amante de Felipe, con lo que resultaba una especie de yerno por la mano izquierda. Para colmo, se mareaba a bordo.

Se quejó, claro que se quejó. Tan bajito que Felipe ni se enteró. Si se hubiese enterado habría sido lo mismo, por el caso que le habría hecho.

El plan de Felipe era perfectamente insensato. Se trataba de zarpar de España, desembarcar en Inglaterra, frente a Holanda, y esperar a que llegaran 15.000 hombres de los que estaban luchando en los Países Bajos, para después avanzar sobre Londres. Brillante. Salvo por los siguientes pequeños obstáculos:

a) La flota inglesa. Para Felipe, se suponía que la flota inglesa estaría pescando sardinas en Groenlandia.
b) El cruce de las tropas desde Holanda. El Comandante en Jefe de las tropas españolas en los países bajos, el duque de Parma, estaba tan en contra como Medina Sidonia de invadir Inglaterra, pero no tenía la docilidad pequinesa de éste. Objetó, con bastante fundamento, que no podía transportar 15.000 hombres a través del canal de la Mancha sin una escolta de naves de guerra, ya que él sí tenía en cuenta a la flota inglesa. Además, los holandeses ya le habían bloqueado los puertos con sus buques, así que ni hablar de hacer turismo en Inglaterra.

c) Los buques y armamento españoles. Las naves españolas de combate eran pesados galeones, aptos para el cruce del Atlántico, pero inmanejables para el Canal de la Mancha, y su artillería era anticuada y de corto alcance.

d) Felipe creía que los católicos ingleses lo recibirían como libertador, y se levantarían en masa contra la “bastarda incestuosa” “vergüenza de su sexo y de su país” “mujer loca de su cuerpo” como calificaba a Isabel el cardenal Allen, desde fuera de Inglaterra, claro.

A las opiniones adversas, oídos sordos. Felipe, al mejor estilo Hitler, ordenó: “Adelante, con Cristo y su Santa Madre” (La expedición estuvo saturada de apoyo religioso desde su inicio. Procesiones, misas, estandartes, bendiciones, vírgenes y santos como para enviar al Paraíso a todos los integrantes, barcos incluidos).

Y allá fueron, a desgano pero bien bendecidos y confesados. Salieron de Lisboa el 20 de mayo de 1588 en pésimas condiciones, con los toneles de agua estropeados, hacinados, con pocas municiones. A los pocos días las enfermedades intestinales y las infecciones -la comida se pudría y la carne hervía de gusanos- mermaron día a día la moral de la tripulación. Tres semanas después de salir del puerto de Lisboa tuvieron que detenerse en La Coruña para reabastecerse y curar enfermos. Un tercio de la Armada se encontraba indispuesta, enferma o muerta.

Como siempre. el Rey desatendió las súplicas de sus jefes militares y ordenó una nueva salida desde La Coruña (en nombre de Dios y de su majestad).

Volvieron a levar anclas. Eran ocho escuadras con ciento treinta barcos (de los cuales, poco más de veinticinco eran verdaderos buques de guerra; el resto eran casi exclusivamente transportes de tropas) y llevaban cerca de treinta mil hombres, sin contar los quince mil que aportaría (¿?) el duque de Parma desde Holanda. Para dar ánimos, el Papa Sixto V prometió un millón de ducados (nunca los entregó; el embajador de España en la Santa Sede escribió que el papa “amaba mucho el dinero”).
Nunca se había visto una flota semejante. En Inglaterra, la reina y su corte estaban más que preocupados, y difundían rumores de presuntas atrocidades españolas para estimular el ánimo de resistencia. Isabel, con el tiempo que le dieron las demoras españolas, encargó a marinos experimentados, como los ex piratas (ahora Sires) Francis Drake y John Hawkins reforzar la flota y adoptar una táctica eficaz.
Conociendo la lentitud de los barcos españoles, los ingleses optaron por naves pequeñas y ágiles, dotadas de cañones de largo alcance. Lograron reunir treinta y cuatro naves y seis mil setecientos hombres, sin contar las embarcaciones privadas requisadas.

La flota española entró en el Canal de la Mancha. Acosada por los ingleses, que atacaban fuera del alcance de los cañones españoles, la armada se refugió en Calais. Allí Drake empleó pequeñas embarcaciones en llamas (brulotes) para sembrar el desorden en la Armada, que debió huir a Gravelines. Atacó Drake con todas sus fuerzas y Medina Sidonia, olvidándose del desembarco, huyó hacia el Mar del Norte. No es que Medina Sidonia fuese cobarde, sino que tenía órdenes de Felipe de desembarcar en Inglaterra sin entablar combate, y no se animó a desobedecer. Remontó el Canal con su flota poco dañada, ya que en las batallas sólo había perdido 15 naves y unos 1.500 hombres.

Y ahí fue Cristo. Las tormentas del mar del Norte son formidables, y se ensañaron con la flota. A lo largo de las costas de Escocia e Irlanda el viento estrelló las naves contra las costas. Los marineros sobrevivientes fueron asesinados sin piedad. Sólo 60 embarcaciones, con 10.000 hombres, lograron llegar a España.

La reacción de Felipe II fue ejemplar, según las crónicas oficiales: «Contra los hombres la embié», se hace decir a Felipe cuando éste tuvo conocimiento de las primeras noticias, «no contra los vientos y la mar». La versión real es distinta.

Luego de la derrota de Calais Felipe intentó inmediatamente, desde su escritorio, retomar el control de la situación con su pluma. A Medina Sidonia, donde quiera que éste se encontrase, le escribió lo siguiente: «(la nueva de) la derrota que desde sobre Calés la forzó a tomar el temporal...me tiene con más cuydado que se puede encarecer». Pero urgió al duque que lo intentara de nuevo.

Dias después, un correo procedente de Francia trajo nuevas y más explícitas noticias referidas a la derrota de la Armada y su huída hacia el norte. Los encargados de descifrar el mensaje y los demás ministros del rey se acobardaron, y discutieron entre ellos quién había de llevar la noticia al rey. Al final la elección recayó en Mateo Vázquez, secretario privado y capellán con largos años de servicio; y lo hizo, aunque por carta, y con enorme azoramiento. Ciertamente, dio bastantes rodeos antes de entrar en materia. «No puede dejar de temerse mucho este sucesso (de la Armada)». «Quizás cabía elevar un número mayor de plegarias por su salvación», aventuró Vázquez.

Pero esto era demasiado para el rey: «yo espero en Dios que no habrá permitido tanto mal», garabateó irritado sobre la carta, «como algunos deven temer, pues todo se ha hecho por su servicio».

El 21 de septiembre, a dos meses del día de la esperanzada partida de La Coruña, Medina Sidonia arribó con 8 deteriorados galeones a Santander. Dos días más tarde, apesadumbrado y enfermo, el duque dictó su primera carta al rey, su señor, desde suelo español:

«Los travajos y miserias que se an padecido no se podrán significar a vuestra majestad, pues an sido los mayores que se an visto en ninguna navegación, y tal navío a avido de los que an entrado aquí que an passado 14 días sin vever gota de agua».
En cuanto a él mismo, informó, «mi falta de salud se va continuando, y assi para ninguna cosa soy de provecho... y toda la gente de mi servicio, que eran como 60, se me an muerto y enfermado, de manera que con sólo dos me he hallado, sea nuestro Señor bendito por todo lo que a ordenado».

Hizo falta todo un mes para asumir la impresionante envergadura del desastre. El 10 de noviembre el rey escribió a su capellán y secretario, Mateo Vázquez, totalmente desesperanzado:
«Yo os prometo que si no se vencen (estas dificultades) y se da forma en lo que tanto es menester, que muy presto nos habremos de ver en cosa que no querríamos ser nacidos. Yo a lo menos por no verla. Y si Dios no haze milagro (que así espero en El) que antes que esto sea, me ha de llevar para sí, como yo se lo pido, por no ver tanta mala ventura y desdicha. Y esto sea para vos sólo. Y plega a Dios que yo me engañe, mas creo que no hago, sino que havemos de ver más presto de lo que nadie piensa lo que es tanto de temer, si Dios no vuelve por su causa. Y esto bien se ha visto en lo que ha sucedido, que no lo haze que deve ser por nuestros pecados».

En pocas palabras, que Felipe se quería morir. La cosa no fue para tanto, sin embargo. Pese al golpe sufrido, el poderío español de los mares se mantuvo por más de doscientos años.

En cuanto a Inglaterra, no lo podía creer. Tan cerca se habían visto del abismo, que ahora, aliviados, se dedicaron a burlarse del enemigo. Ahí salió lo de “invencible” y lo de que “con tantos rezos, Dios se llevó la Armada a los cielos”

Lamento no haber sabido ser más breve, y el mucho material que hube de descartar por no ser fatigoso. El 30 de junio escribiré algo más sencillo, para darles descanso. Hasta entonces.

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